Abajo del agua se veía todo medio aturquesado, enverdecido, azulado. Dos nenes y una nena nadaban desnudos y se reían como locos de una anguila. De sus narices escapaban burbujas que subían rápido a la superficie. Un gordo muy redondo me pasó por delante, nadando como una medusa y me miró con ojos alucinados. Tenía la piel blanca, como enharinada y los mofletes de la cara se le movían acompañando el ritmo lento de su pataleo. A pesar de su aspecto poco aerodinámico, se trasladaba bastante rápido en el agua. Nadé hasta él y lo toqué con la mano. Me sorprendió la rugosidad de la piel, que a la vista parecía lisa. El calor que largaba su cuerpo me resultó muy agradable. Traté de agarrarlo con la otra mano y después de un par de brazadas lo logré. El gordo me miró, pero siguió nadando sin importarle nada, impulsandose con movimientos sinuosos de las piernas y los brazos. Con mis manos empecé a acariciar la panza redonda, después apoyé la mejilla a un costado de su ombligo. Era como ponerse una bolsa de agua caliente en la oreja. Me di cuenta que no sólo a mí me atraía el calor del gordo, porque de todos lados comenzaron a aparecer nadadores. Los chicos llegaron primero y apretaron sus caras, sus panzas y pechos contra el cuerpo enorme y tibio. Después vinieron los otros y se agarraron de donde pudieron para estar en contacto. El gordo ni se inmutó, pero empezó a nadar un poco más despacio por el peso. Todos se apretujaban contra él, yo quedé aplastada sobre la panza, presionada por los demás. Apoyé la oreja contra su piel y escuché sus vísceras. Sonaban como un aire acondicionado roto. En un momento noté una gran actividad intestinal. Un sonido grave que venía desde lo profundo, como un tren atravesando un túnel en las montañas, pasó por debajo de donde yo estaba apoyada y fue hacia el sur. Ahí pareció que paraba, pero un momento después, el gas salió del cuerpo del gordo con una explosión tan potente, que lo lanzó a través del mar como un torpedo nuclear, y a todos sus parásitos, yo incluida, a las profundidades, donde el agua turquesa se vuelve negra. Mientras me hundía a mucha velocidad, empezó a sonar un golpeteo de metal en mis oídos, como si algo se hubiera roto por dentro. Me empezó a doler la cabeza y me la agarré con las dos manos. La sentí caliente como el cuerpo del gordo. Algo seguía golpeando contra el metal. Yo ya no podía aguantar más la respiración ni los ruidos. Nadé hacia arriba lo más rápido que pude. Pensé que no llegaba. Pataleé y braceé hasta que los pulmones estuvieron por estallarme. El golpeteo se hacía cada vez más fuerte, y entonces vi la luz de la superficie. Una mancha grande, blanca, que emitía rayos luminosos, indicando el camino a la salvación, como si allá estuviera esperándome Dios. Nadé hacia la luz con mis últimas fuerzas y un momento antes de ahogarme, saqué la cabeza afuera de las sábanas. Por la puerta del cuarto entraba un haz de luz amarilla que me hizo doler los ojos. Cuando logré abrirlos vi a mi gato acostado a los pies de la cama, me miraba fijo, con las orejas levantadas. Me di cuenta de que alguien golpeaba la puerta. Me levanté, me enrollé en la sábana, fui hasta la puerta y miré hacia afuera por un agujero en la madera. Mi hermano golpeaba el portón de la calle con la cadena del candado. Podía ver su frente y la parte de arriba de la cabeza por encima del portón de metal. El perro le ladraba enfurecido y de la boca de mi hermano salían sus puteadas clásicas. Miré el reloj de la cocina y vi que era tarde. Habíamos quedado en que me buscaba para ir al hospital a mi turno de las nueve y media. Eran nueve y veinte, y yo recién me despertaba; la doble ración de pastillas de la noche anterior había hecho efecto, él tenía razón en estar enojado. Me asomé por el agujero y le hice una seña para que deje de darle a la puerta con la cadena. Paró de golpear, pero siguió puteando. El perro le seguía ladrando, así que lo llamé, vino moviendo la cola y metió el hocico largo y húmedo por el agujero de la puerta. Le acerqué la cara a la trompa y me dio un lengüetazo en los labios que me generó un gusto extraño en la boca, como de fideos. Yo lo contraataqué con un beso en la nariz, él sacó rápido el hocico del agujero y estornudó varias veces.
Me vestí enseguida y antes de salir, traté de despertar a Carlos, que estaba pegado a la cama como si se hubiese tirado de un quinto piso. Él también había tomado doble ración anoche, pero de vino de caja y también le había hecho bastante efecto. Lo sacudí hasta que abrió apenas los párpados: la cara arrugada como si le doliera y los ojos en una línea húmeda achinada, debajo de las pestañas oscuras. Le di un beso suave en la boca y el aliento a vino barato me golpeó la nariz.
– Despertáte, que me voy al hospital –le dije.
– Grrr, dale…grrr –respondió.
Se dio vuelta para seguir durmiendo y tiró de la sábana, que se le subió hasta dejarle el culo al aire. Esa visión me hizo acordar que habíamos cogido la noche anterior… ¿o fue la otra noche? No estoy segura, pero él estuvo bastante creativo, teniendo en cuenta el estado en el que queda después de dos cajas de tinto y además acababa de recibir una mala noticia. Hacía rato que no tomaba, lo dejó, pero anoche fue una situación especial. Cuando vino yo estaba tirada en la cama mirando la tele. Edu, mi hijo, me había dado las pastillas antes de comer y estaba relajada, tapada con dos frazadas para parar el chiflete helado que entra por la ventana rota de la cocina. Carlos llegó con una cajita de tinto en la mano y se sentó en la cama. Ya por cómo se movía, me di cuenta de que estaba borracho. Al principio lo puteé, pero él no respondió, después lo sacudí un poco hasta que levantó la cara y me miró con los ojos rojos de llorar.
– Se murió mi vieja –me dijo.
–Ay, Carlos, ¡qué mal! –dije y lo abracé fuerte – ¿Cómo te enteraste?
–Porque hablé con mi hermano, dice que estaba en la cocina lo más bien y de golpe se cayó al piso. Él escuchó el ruido y fue corriendo, pero cuando llegó ya estaba muerta.
–Pobrecita, se cayó…es que estaba muy viejita… bueno, no te preocupes que ahora va a estar mejor, se va a ir al cielo. Era tan buena que seguro va a ir al cielo –le dije, como para que se tranquilice, aunque él no es creyente como yo.
– Sí, si hay cielo seguro que ella va a ir ahí… pero, ¿yo qué hago ahora? –dijo y se largó a llorar.
Pensé en mi mamá, que murió hace como un año, dos años después que mi papá. En ese momento yo pensé lo mismo que piensa él ahora: ¿y ahora qué hago? Me quedo sola. Aunque mi mamá me dejó siempre sola, pero cuando me enteré de su muerte sentí un vacío tremendo. Una soledad que nunca había experimentado, un desamparo absoluto, como si entre la inmensidad y yo ya no quedara ninguna separación. Supongo que ella, aunque no estuviera conmigo, me hacía de escudo protector contra el infinito. Cuando se murió quedé sola frente al universo, creo por eso me puse tan mal. Mi hermano no podía creer mi reacción. El pensaba que yo tendría que odiarla por haberme abandonado.¡¿cómo vas a odiar a tu mamá?! Si ella te dio la vida. Además yo siempre fui una chica muy difícil, muy rebelde. Ella no podía conmigo, yo siempre le traía problemas, como mi papá: problemas, problemas, problemas.
Creo que esta es una época de cagadas, las madres se mueren y nos dejan solos, los papás también se mueren, los amigos, todos se mueren. ¿Será que es mejor morirse, pasar al otro lado, vivir con Dios, con los ángeles y ver a todos tus seres queridos que se fueron, a tu papá y a tu mamá? ¿Será así, será que hay un Cielo? Dicen que antes de subir al cielo las almas dan una vuelta por el mundo y aprenden mucho de lo que no aprendieron mientras vivían. Imagino que será para que no lleguen siendo tan brutos, como son tantos, hasta aprenden el idioma de los animales. Eso está bueno, hablar con los animales. Yo hablo con mi gato y él me entiende todo, y yo le entiendo a él, a veces me da buenos consejos. Aunque si le decís a alguien que hablas con ellos, te llevan a un loquero, como me pasó a mí. Pero si al final los animales son los que más entienden y son felices. En realidad, nosotros somos mucho más animales que ellos, porque no entendemos nada y casi nunca somos felices.
Carlos lloraba como un nene, lo abracé más fuerte.
– No te preocupes, yo te voy a cuidar mi amor –le dije y le di un beso en la sien. Él me sacó de un empujón y se paró.
– ¡Qué me vas a cuidar vos! Si no te podés cuidar ni a vos misma, te tienen que cuidar tu hijo y tu hermano ¡ni a tu gato podés cuidar vos! –me dijo, arrastrando las palabras.
Me lo tomé con paciencia, no me quise enojar. Es cierto que últimamente me está costando mucho hacer las cosas, no quiero comer, me olvido, me olvido de todo. Pero si hay algo que hago es cuidar al gato. Todas las mañanas cuando me levanto, él me persigue hasta la cocina maullando para que le dé su comida. Yo le hablo y me responde con sus maullidos. El dice todas las palabras con distintos tipos de miau. Yo le doy su comida y su agüita y no tiene quejas conmigo. Me lo dijo él.
Entre llanto y llanto, Carlos se tragó todo el alcohol que quedaba en la caja que trajo; era la segunda, me confesó después. Yo sabía que no lo tenía que pelear, porque además de todo está enfermo del corazón, lo operaron el año pasado; así que me volví a la cama y seguí mirando la tele. En lo de Tinelli había un político que bailaba con una vedette semidesnuda, tenía dos florcitas en los pezones y abajo sólo una tanguita tres talles menos que el suyo. Carlos se fue a la cocina, después lo escuché en el baño y al ratito volvió a aparecer en el cuarto, con la cola entre las patas y se me tiró al lado. Lo abracé y seguí mirando Tinelli, como si no hubiera pasado nada. Él se acurrucó contra mí y los dos miramos como bailaban el político y la culo al aire. Al rato me empezó a acariciar de a poco, primero el brazo, el hombro, después las tetas y después el resto. Así empezó. Le pedí que me diera más pastillas, porque él tiene, se las dan en el hospital como a mí, pero tiene muchas porque no las toma, prefiere el vino. Primero no quiso, para que no me pase de la dosis que me da la psiquiatra, pero al final me las dio, seguro porque quería coger. Me las tomé y al ratito el mundo se puso más agradable. Así fue que después cogimos y nos quedamos dormidos, pero era tarde. Por eso no me desperté a tiempo para ir al hospital. Por eso mi hermano me puteaba desde atrás del portón.
Carlos no se iba a levantar tan temprano después de lo de anoche, así que lo dejé dormir. Entré en el cuarto de Edu para ver si estaba. Dormía a pata suelta, boca abajo, con un brazo encima de su novia, como para asegurarse de que no se le escape a mitad de la noche. Ella es una chica muy buena, y muy linda además, toda rellenita y rubia. El la trae siempre a dormir acá, a pesar de que ella es una chica bien educada y vive en una casa grande con sus papás, que son abogados importantes. A Edu no le da vergüenza la casa como a mí. Yo no invito a nadie. No me gusta que la gente vea mi casa, está muy sucia y muy rota. La otra vez, cuando me operaron de la rodilla, unas amigas del colegio que no veía hace años me visitaron en el hospital y después, cuando me recuperé, querían venir a visitarme a casa, pero les dije que no, que yo las voy a visitar a ellas. Si no tengo ni un sanguchito para darles. Tampoco quiero que entre mi hermano, porque enseguida me empieza a decir que todo es un desastre, que la mugre que hay, que limpie la cocina, que todo es un asco y a remarcarme todo lo malo. Pero todo cuesta plata, yo no tengo un peso, acá vivimos con la pensión de Carlos que no es nada y con lo poco que Edu pone de lo que gana en su trabajo. Pero bueno, él es muy chico todavía, quiere salir a pasear con su novia y con sus amigos, comprar una cerveza, tener su moto, su celular y todo eso. Y se lo merece, porque trabaja todas las noches de mozo en un restorán, no sería justo que se gaste toda la plata para llenarme la heladera a mí. Lo miré ahí, durmiendo tranquilo, con su cabeza recién rapada y me hizo acordar a cuando era bebé. Era tan dulce. Y las cosas que tuvo que aguantar siendo muy chiquito, pobre. Gastón, su papá era bueno, pero era medio hippie y nunca tenía plata, estábamos siempre cambiando de lugar. Yo estaba muy enamorada, me fui con él siendo adolescente y claro, me quedé embarazada. Mis padres no se la aguantaron, estaban muy mal entre ellos y se separaron al poco tiempo. El pobre Edu se crió como un gitano, cambiaba de colegio a cada rato. ¡Por suerte lo terminó! No como yo, que lo dejé, aunque fue por amor. Todo lo hice por amor. Me parece increíble ver a Edu ahora tan grande, durmiendo con una chica; ya es un hombre, ya no me necesita, ya nadie me necesita. Me agaché, le di un beso en la nuca y salí al patio a abrirle a Arnaldo. El perro empezó a ladrarle de nuevo y él se metió en el auto asustado. Mi hermano le tiene miedo a Tehuelche, porque hace unos días ,estaba en la cocina ordenándome las pastillas en el pastillero y de repente, de abajo de la heladera salió una cucaracha. Arnaldo la pisó, y Tehuelche se asustó y reaccionó. Le mordió el tobillo. Le dio un buen mordisco, se quedó apretándole el pie con los dientes. Arnaldo se quedó inmóvil y gritando. Yo le pegué un buen reto a Tehuelche y lo soltó, y después se escondió debajo de la mesada. Arnaldo quería matarlo, pero se la bancó, no sé si por cagazo de que el perro lo vuelva a morder o por no lastimarlo delante mío, porque sabe que en ese caso yo seguro salto por Tehuelche..
Me subí al auto sabiendo lo que se venía. Arnaldo tenía un pucho en la boca, como siempre, me miró con cara de culo a través del humo, me dijo que me abrochara el cinturón y arrancó rápido. Yo sé que mi hermano me quiere, pero tiene un carácter muy fuerte y casi siempre esta de pésimo humor y se pone muy nervioso conmigo. Creo que para él represento lo mismo que para mi mamá: problemas, problemas, problemas. Me retó durante todo el trayecto hasta el hospital. Apenas salimos empezó:
– ¡Te dije que tenés que mandar a ese perro a la perrera, es un peligro para todos! Mirá si lastima a alguien más y te hacen una denuncia, imagináte que muerde a la novia de Edu, ¿Eh? ¡Los viejos te mandan en cana! –dijo nervioso, y su panza enorme subía y bajaba y se apretaba contra el volante.
–Pero no, si es buenito, a vos te mordió porque se asustó, pero no le hace nada a nadie… además Tehuelche es también de Carlos, no mío sólo, él lo sacó de la calle y lo trajo y no va a querer llevarlo a la perrera a que lo maten.
– ¡¡Bue!! Ese es otro que tendría que volar al carajo, también, bien lejos. Ya te lo dije: ¡Tenés que echar a ese borracho de la casa! ¡No podés vivir con un tarado de sesenta años que está todo el día de la cabeza o tirado en la cama!
– Pero se le murió la mamá y él ya no toma…
– ¡Qué no va a tomar! Vos sos otra tarada que se cree ese cuento. Es un borracho de mierda y vos no lo podés cuidar, porque vos ni siquiera te podés cuidar a vos misma, ¡entendés!
No le dije nada, pero creo que el que no entiende es él. Yo sí me puedo cuidar, y puedo cuidar a mi hijo y a mi pareja también, lo que pasa es que no quiero. Ellos ya son grandes. Ahora quiero que me cuiden a mí por todo lo que no me cuidaron mis papás. A Edu, a Arnaldo y a Carlos los cuidaron sus padres, como pudieron, pero los cuidaron: a mí no, a mí me abandonaron: ¡Puta! me dijo mi papá, ¡loca! me dijo mi mamá. Para ella yo era una loca, loca porque dejé el colegio, loca porque me enamoré de un hippie, loca porque no quería abortar, loca porque tenía sueños de adolescente, loca por todo, loca por existir. No era mala mi mamá, sólo que no me entendía. Y mi papá era de otro siglo, peor, de otra galaxia. Pensaba que las mujeres buenas se casaban, las otras eran putas, o solteronas, pero los hombres eran muy cancheros si salían con muchas mujeres. Esa boludez para él era una verdad fundamental, más importante que todo. Más que su propia hija. Yo viví en la calle desde los diecisiete años y a nadie le importó un carajo. Ellos en sus casas lindas, calentitas y yo en la calle, como un perro, por haberme enamorado. Ahí fue que empecé a hablar con los animales. Cuando me quedé sola, me junté con varios perros callejeros, o ellos se juntaron conmigo y a la noche nos metíamos en las estaciones de tren, o en algún zaguán y dormíamos todos bien juntitos, apretados debajo de un cartón o de una manta, dándonos calor entre todos. Entre todos también nos cuidábamos de la gente mala, que en la calle está lleno. Ahora que me cuiden los que me quieren, porque yo ya estoy cansada y dentro de poco no voy a estar más.
– ¡Sos adicta a las pastillas! ¿No te das cuenta que te hace mal tomar de más, que te podés morir de una sobredosis? –me dijo Arnaldo cuando paramos en un semáforo rojo.
–No, nada que ver, esas pastillas no me hacen mucho efecto, no me puedo dormir.
– ¿Que no podés dormir? Lo que no podés es levantarte después de tomar una cantidad ¿Cuántas te tomaste anoche? ¿Le robaste las pastillas a Edu? No me mientas, ¡eh! Que las tengo contadas –gritó y cuando se puso verde volvió a arrancar a los pedos.
Arnaldo siguió diciéndome todo lo malo que hago cuando pasamos por el túnel de Chorroarín y bordeamos agronomía, siguió puteando cuando doblamos en Warnes y también cuando entramos al hospital. Tenía la cara roja y transpirada y los mofletes se le hinchaban de los nervios. Parecía que la panza le iba a explotar en cada puteada. Se va a morir del corazón si sigue así. Al pobre lo dejó la mujer hace poco y no se puede recuperar. Se fue con un compañero de trabajo.
–Arnaldo, te hace mal estar siempre tan nervioso, te podrías tomar algún calmante...
– ¡Yo no necesito pastillas! a mí déjame tranquilo, nada más.
–Pero son para eso, para que estés más tranquilo… te puede hacer bien.
–No te hagas la psiquiatra conmigo, ¡mejor ocupáte de tomar bien las tuyas!
Paramos debajo del árbol que hay en el estacionamiento del hospital y empezó a toser. Recién ahí dejó de retarme, porque no podía hablar, apenas podía respirar. Arnaldo fuma desde chiquito y tose muchísimo, a veces se ahoga y tose tanto que parece que va a escupir un pulmón; empieza tosiendo fuerte, después va tosiendo cada vez más despacio a medida que se le acaba el aire y al final queda un ratito sin respirar y parece que se va a morir asfixiado, pero de pronto recupera y vuelve a respirar y zafa; por ahora se viene salvando. Le traté de golpear la espalda para que no se ahogue, pero me sacó la mano y me hizo señas de que salga. Me bajé del auto y di la vuelta para ayudarlo a salir. Cuando paró de toser, se quedó sentado para poder chupar un poco de oxígeno. Al principio el aire le entraba con un ruido agudo, como si estuviera el caño medio tapado, pero enseguida se le normalizó. Traté de ayudarlo a bajar, pero me sacó de un manotazo, se prendió del marco de la puerta y tiró con los dos brazos, hasta que logró sacar toda su panza y su culo del auto. Salió bufando como una bestia. Creo que por el esfuerzo se tiró un pedo, porque junto con él, salió un olor asqueroso.
– ¡Tenés que comprarte un auto más grande, o una camioneta! –le dije en broma, pero no le causó gracia. Me miró con más cara de culo que antes, me dio la espalda y empezó a caminar hacia el edificio del hospital. Sacó un paquete de cigarrillos y se puso uno entre los labios. Lo alcancé y le pedí uno y cuando lo estaba prendiendo, aparecieron varios personajes raros a pedirle. En ese hospital hay muchos enfermos mentales que viven ahí y como de día los dejan sueltos, andan pidiendo a la gente. Algunos piden plata o comida, pero lo que más piden son cigarrillos. Arnaldo se gastó medio paquete en los loquitos y por supuesto me puteó a mí, como si fuera mi culpa el vicio de ellos. Después caminamos despacio, fumando en silencio, pasamos por delante de la iglesia y doblamos por la callecita que da al pabellón 3, donde tenía mi turno con la psiquiatra. Varios de los locos nos seguían.
La sesión con la psiquiatra fue como siempre, una payasada. Cada uno haciendo su papel de mierda. Yo me hice la loquita para asegurarme la ración de pastillas. Ella me preguntó las tres boludeces típicas para cumplir, siempre de lejos, medio como con asco, como si los pacientes tuviésemos mal olor y contagiáramos. Arnaldo hizo su papel de responsable, diciendo que me veía cada vez más ida y que no tenía ninguna actividad productiva y bla, bla, bla. Lo de siempre. Cuando terminamos, la doctora nos dio la receta y fuimos a la farmacia del hospital a pedir las pastillas. Eran veinte dosis de risperidona y veinte de clonazepán. La primera es un antipsicótico, para que no escuche voces o me sienta perseguida por helicópteros o hable con los bichos y la otra es la rica, es tranquilizante, pero a la vez me lleva a unos viajes mucho más lindos que la realidad de mierda. Desde que empecé el tratamiento voy guardando las que puedo en una cajita. Cuando tenga muchas pienso irme al campito ese que hay en agronomía, en la otra cuadra del hospital a tomármelas todas de una vez. Me voy a sentar en el pastito frente a la laguna, rodeada de animales y me las trago todas juntas. Morir entre animales de verdad, conejos, gallinas, chanchos, gatos, eso es mejor que morir en un hospital, o en el medio de la calle. Otra sería tirarme al río, pero lo malo es que abajo no se ve nada, en cambio, si fuera como el mar, azul y transparente, me tiraría ahí. Seguiría a los peces, hasta encontrar un delfín que me hable, como en la película. Eso estaría bueno, morir bajo el agua, con los peces y las langostas y que me lleven los delfines a recorrer los mares del mundo, y que todo sea medio aturquesado, enverdecido, azulado.
En las bases del concurso aparece claramente que no se pueden superar las 500 palabras.
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