Nunca aprendí a jugar a los juegos de recreo, ni compartí un saludo con un amigo. Tan solo tenía uno, un niño somalí de lengua indeducible y de nombre Mamadou. Este fue deportado junto con su familia cuando cursaba quinto de primaria, dejándome a merced de la soledad.
Mi madre me repetía una y otra vez que carecía de amigos de mi edad y, harta de sus quejas decidí empezar a observar a los niños de mi clase. Me di cuenta de que aquellos con las mejores notas también eran los que tenían más amigos así que dejé de banda la televisión para dedicarme a tiempo completo a mi objetivo. Al cabo de poco, mis notas mejoraron, al contrario que mis amistades. La soledad se complementó con la exigencia y juntas me sentenciaron a noches de insomnio y ataques de ansiedad.
Empezar la secundaria solo fue un paso más hacia el abismo. Los comentarios positivos de los profesores tapaban mi vacío interior. Ahora quería ser más que la estudiante perfecta. Quería ser la chica perfecta. Para serlo debía de dejar atrás las visitas al cajón de la bollería industrial, al cual acudía tras largas tardes de aislamiento en mi habitación. Tras unos meses, noté los primeros cambios, y empecé a creer posible dejar atrás aquel odiado sobrepeso que me acompañaba desde mi niñez. A mis trece decidí que solo comería lo que yo misma cocinara, eliminando cualquier tipo de carbohidratos y procesados.
Cada vez estaba más contenta con mi cuerpo, y tras el verano de segundo curso recibí comentarios positivos de mi aspecto de aquellos compañeros que nunca antes me habían dirigido palabra. Algo estaba cambiando. Yo estaba cambiando. Dedicaba todo mi tiempo a obligar a mi cerebro a memorizar temarios que carecían de mi interés complementandolos con ejercicio físico en horario nocturno y a escondidas de mis padres.
Mi madre, ya cansada de compartir techo con una extraña con la que no conseguía intercambiar más de dos palabras, buscó ayuda médica. Tenía catorce años cuando me diagnosticaron anorexia nerviosa. Me dijeron que tenía un trastorno alimentario que además de afectar a mi salud mental también afectaba a mi estado físico, el cual empezaba a ser preocupante. En ese momento me di cuenta de que ya no vivía, sobrevivía. Sobrevivir era sobreponer mis objetivos ante mi vida.
"Ahora no puedo parar". "Nunca he estado tan cerca de conseguirlo". ¿Qué iba a conseguir para mi misma, si todo lo hacía para los demás? La estudiante perfecta, la hija perfecta, el cuerpo perfecto, perfecto, perfecto, perfecto …. Perfecto era un hombre que viajaba sin rumbo por los glaciares prehistóricos. Perfecta era yo. Perfección era que el tamaño entre mis piernas fuera equivalente al tamaño de mi sonrisa. Perfección era la muñeca de ojos tristes y manos temblorosas que gritaba ayuda a voz muda. Perfección era rozar las puertas de la muerte al compás alentido de mi corazón. Perfección era muerte. Muerte era yo.
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