Su marido, que no entendía de pereza se levantó temprano. Se abrochó el chubasquero, se remangó los bajos del pantalón y salió con la bici aprovechando la tregua que daba aun el cielo. Aunque había llovido toda la noche, no le preocupó ni lo más mínimo saber que a la vuelta vendría seguramente embadurnado de barro. Disponer de todo el tiempo del mundo para poder limpiarla, le hacía despreocuparse de cualquier tarea.
Ella seguía en la cama dudando sobre qué hacer, mientras al darse la vuelta retiró el reloj de cadena que solía dejarle él a posta entre las sábanas. Se trataba de un ritual donde ella fingía no darse cuenta, para acabar colocándolo cada mañana en el cajón de su mesilla. Se lo encontraba con la tapa abierta, porque él sabía que siempre le gustaba a ella verse en aquella foto en blanco y negro, tan joven y tan bella.
Corrió la cortina de la habitación y con la poca claridad que entraba, se bastó para cepillarse esa melena intacta. Ya había decidido por entonces recoger el agua de la lluvia, y después sentarse en el porche a leer uno de esos relatos que le escribía a menudo su hijo. Conocidos o anónimos, eso era lo de menos, lo importante es que se entretenía y más aún desde que su geriatra le dijo aquello de: "Mujer, distráete con la lectura; eso te hará sentirte mejor".
Cuando se le cansaban los ojos, los cerraba y soñaba buscando pasajes del pasado que le hicieran transportarse con el vaivén de aquella mecedora. A veces conseguía imaginarse que todavía estaba en mitad de uno de esos cursos que se impartían en el local social. "Qué majo era nuestro Paco", se decía a sí misma. Cierto y sabido era que se trataba de un hombre atento como ninguno. Les mandaba tareas de adivinanza, ejercicios para la memoria y crucigramas. Aunque lo mejor era esa última media hora de gimnasia. En más de una ocasión no podían ni darse la vuelta, parecían tortugas, y en medio de infinitas sonrisas tenía que ser el profesor quien les ayudaba a ponerse de nuevo en pie.
No era extraño que se le viera escapársele alguna lágrima con tanto recuerdo. El darse cuenta de que se había entregado tanto a los demás, descuidándose a sí misma, la dejaba muy frustrada. Su hija, que siempre está en todo, le convenció de que había que equilibrar su salud mental a través de la memoria, sin abandonar nunca el ejercicio físico.
En pleno balanceo, un leve olor a quemado le recordó que debía pasarse por la cocina si no quería tener un disgusto. Le había prometido a su nieta que además de una bolsa de cosméticos, le regalaría su tortilla preferida de los viernes; aunque de nuevo no recordaba si era con o sin cebolla. Aunque eso ya le daba igual, porque en verdad, a ella lo que le encanta es oírle decir aquello de: "Abuela, está tan buena como siempre".
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