La viudedad supone un estado civil mayoritariamente femenino, pero Eulogio contravenía la estadística con la suya. Esa condición, arrastrada desde hacía ocho años, cuando Matilda abdicó de la Tierra por un genocidio en el páncreas, le había llevado a vivir solo desde entonces en aquel pueblo enclenque de padrón, pese a la insistencia de sus dos hijos de que se instalara con ellos, a meses alternos, en la ciudad. Pero él ya había decidido acabar de envejecer en su casa natal hasta su retiro a esa dimensión donde no proliferan las nubes.
Los hijos se acercaban por el pueblo en domingo y por agosto. Padre, a secas, como lo habían aludido desde siempre, fue perdiendo, con el transcurrir de Pascuas, fortalezas, centímetros y firmeza de pulso, aunque dentro de parámetros razonables de degradación para sus 83 años que todavía le daban para jugar a la rutina independiente del guiñote en el hogar del jubilado.
El rasero que utilizaban los hermanos para medir su grado de conservación lo determinaba el vino. Seguía consumiendo su aproximado medio litro diario, segmentado en dos vasos por comida y cena.
–Padre sigue con su dosis, envejece, pero sin fragilidades añadidas – trasladaba el hijo que permanecía en la capital al que se había visto obligado a emigrar a una conurbación asiática para mantener productiva su destreza con los planos.
Sería por las propiedades del vino o por genética que Eulogio no enfermaba. Desconocedor, por su maridaje con el trabajo desde los nueve años, de los entresijos del ADN, atribuía al vino su escaso trato con los médicos. No le provocaba la bebida una exaltación de la euforia, ni canturreo, solo un soporcillo nocturno que lo aproximaba al sueño mientras la tele emitía para nadie.
Pero hace un semestre comenzó a olvidar los números pares, a dejarse la puerta y la bragueta abiertas, a no desayunar los martes. Al principio atribuyó aquella merma de su salud mental a un sarpullido de despiste, hasta que un humedecerse espontáneo de pantalones le desató la percepción de que el serrín debía estar colonizando territorios intracraneanos.
El arquitecto regresó del trópico, divorciado y flaco, con una disposición enternecedora para cuidar a un padre incontinente que había perdido la capacidad para nombrar a quien él mismo le escogiera el nombre. El Alzheimer se había presentado abruptamente para desposeerlo de cualquier atisbo de jurisprudencia vital.
–Avanzará deprisa –profetizó el neurólogo.
Eulogio, sin embargo, aparentaba felicidad. Desprovisto de cualquier signo de ira acompañatoria de la enfermedad, sonreía cuando el buen hijo le incitaba a elevar su vaso de vino (reducido a uno por comida, desoyendo las indicaciones abstemias del especialista) y brindaban por la recuperación de los rinocerontes en India, por los trescientos de Leónidas; algunos días por madre. Y a padre parecía que tras la ingesta se le aclaraba la mirada, incluso algunos lunes hasta recordaba su nombre.
Motivado por lo favorable del empirismo, el buen hijo decidió recuperar el segundo vaso de vino en las comidas, a ver cómo le sentaba…
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