-¡Hasta nunca! -dijo para sí Selena, como si dirigiese la despedida al mundo-. ¡No volverás a amanecer en mis tristezas! ¡Tienes estragada la salud mental!
La decisión no era nueva: Selena había diferido su ejecución diez veces, estando incierta, como estaba, sobre cuál método podía ser infalible. Y aunque la incertidumbre no estaba superada, el árbol de navidad de la sala como que reclamaba una conveniencia que nada más en la casa tenía: no habían sido pocas las veces que se había imaginado atada al árbol, donde habría de suspenderse hasta quedar exánime como el último de sus adornos. El final suyo, según esta imaginación, causaría no menos horror que arrepentimiento a su madre y a su hermana mayor, por cuyas diarias ausencias Selena se había persuadido de la no importancia de su vida en aquellas ajenas.
Conque, atando una cuerda al ápice del árbol, para atarse el otro extremo al cuello, Selena no fue más pronta en subirse a una silla que en colgarse; pero con tal desventura, que aquel cedió luego al nuevo peso.
Y en el momento en que la madre y la hermana entraron en la sala, habiendo llegado simultáneamente de la calle, gritaron con aspaviento al ver el árbol de navidad quebrado. ¡Qué desgracia para ambas! La una deploró que el costoso adorno ya no hermosearía como antes; la otra, las horas malogradas en su ensamblaje; pero ninguna de las dos advirtió el visaje de frustración de la joven que había caído en el piso, y que maldecía en secreto de la debilidad del palo en el que había confiado.
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