El primer episodio agudo de mi enfermedad ocurrió en un desplazamiento en tren, en un mediodía nublado de algodones sucios por encima de las cordilleras. Las cumbres se recortaban en el cielo gris, en el exterior de las ventanillas, y ensimismada en esos peñascos solitarios comencé a acariciar la idea de que mi existencia resultaba igual de brumosa y lejana para cualquiera y, desde luego, mucho menos admirable y en nada majestuosa.
Como una montaña invisible, allá afuera, tras el cristal, en mitad de la nada.
Esta conclusión dolorosa y fría, porque los sentimientos tienen su propia temperatura para entibiar o cuajar los corazones, llegó con la inesperada presteza con que el revisor comprueba los billetes durante el trayecto. Inesperada, aunque sospechada e inevitable. Y, con todo, cuesta admitir que tu misma vida es una nada invisible pues la naturaleza humana desencadena los instintos de supervivencia que le son propios, perpetuados a través de los ramales de la evolución, para hacer prevalecer el principio de que la vida concedida es preciosa. Pero así es la depresión, toda vez que se atisba la silueta de la montaña invisible resulta difícil soslayar su existencia.
Así soy, soy nada, nada importo y nada soy. Eso le susurra su reflejo en la ventanilla de un vagón de tren a una persona deprimida. Y este pensamiento luctuoso desencadena otros igual de terribles, como el convencimiento de ocupar una plaza de asiento que no te corresponde. Hablo del tren, claro, pero también hablo de la vida, por supuesto.
Así me juzgué en aquel mediodía de luz sofocada: solitaria, invisible e inútil. Pero aquí estoy, algunos años después, algunas estaciones más adelante en el itinerario imprevisible que resulta la vida.
Es cierto que todavía me descubro, de tarde en tarde, en trayectos de nostalgia, con la mejilla llorosa apoyada contra la ventanilla del vagón, atisbando la silueta de la montaña invisible en la ominosa nada. Pero entonces recuerdo que a mi izquierda, en la hilera de asientos contigua, desde donde me sonríen todos aquellos que velan por mi salud mental, se abren otras ventanas que dan a cielos de un turquesa eléctrico y a cumbres altas y verdes, tanto, que mi existencia cobra sentido por el mero hecho de contemplarlas un día más.
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