La ventana en la que estoy apoyado apunta hacia las filas desordenadas de mariposas, colibríes y cruces que completan la imagen del cementerio. A escasos metros, continuando en línea recta por el camino terroso del costado izquierdo, y por el cual también corre un río cristalino que baja de las montañas con la bruma del alba y se despide con los últimos vestigios dorados del atardecer, un bosque frondoso, imponente y hasta diría soberbio por su extensión, me seduce a inhalar tiernamente la pureza de su vida, que no es la mía.
Alguien, alguna vez, me contó un cuento de un lugar que rozaba la tersura del paraíso. Con el tiempo, mi mente dio ciertos vuelcos. En sí, mi salud se deterioró y mi cabeza no resistió los embates a la que estaba sometida. Perdí mi trabajo, mi novia, mis amigos. De cada uno de ellos, sólo vislumbré su espalda, su nuca, su abandono. La palabra loco trajo a mi mundo un devenir de sinónimos inexplicables: demente, tarado, enfermo, etcétera.
¿Qué podía hacer, más que refugiarme en la historia que me hacía feliz? Los excesos me doblegaron, me maniataron y me hicieron ser una persona que no era, o que tenía muy escondida, allá atrás del alma; allá, donde la luz no llega. Y continué, hasta descascararme poco a poco. Un día fue la gota de sangre, otro día fue el encierro y otro día fue la oscuridad total, absoluta, solitaria.
Entonces, me internaron. ¿Quién?; no sé. Pero la ayuda llegó. Recuerdo que yo estaba en huelga con Dios. Mis problemas eran demasiados. La sensibilidad me azotaba cual párroco flagelándose sus propios pecados. Mi herida, amplia e impotente, sólo quería desaparecer de mí, de lo que ya no podía sostener.
Hice lo imposible. Logré que mi sombra sangrara y empezara de nuevo. No soy la persona que quiero, pero tampoco puedo ser la que fui. La ansiedad, muchas veces, cuando las semanas parecen décadas, siglos, me confunde. ¿Qué hago, cómo respondo? Camino. Camino mucho, por todo el parque, por todos los pasillos que encuentro, por todos los recovecos que anidan las ratas. Hay que saber interpretar. Como ahora, que estoy apoyado en la ventana del lavadero que apunta hacia las filas desordenadas de mariposas, colibríes y cruces que completan la imagen del cementerio. Y mientras la noche entra y es saludada por los habitantes del bosque, yo, pesaroso y triste, abro los ojos y me miro en el reflejo del vidrio. Afuera cae la nieve, pareja, simétrica. Adoro el frío, porque me recuerda al niño que nunca cambió su sonrisa desobediente por el dulce y placentero chantaje de una taza de chocolatada caliente. Al final, perder fue mi logro: me hizo ganar una derrota.
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