"Morí, víctima de la autocrítica y la autoexclusión. Por si a alguien le pueda interesar, la muerte es roja, es de ese mismo color de la vida, solo que la muerte es fría, helada y el aire es tan denso que no cabe por la garganta. Todo a mi alrededor va más deprisa de lo que podría analizar y en todo este alambre laberíntico de acero oxidado suena una melodía que en ocasiones me trae una imagen de cuando estaba viva: mi hija.
Tendré que hablar más, llorar menos, reír pero no a carcajadas, no morder, especialmente no morder, ser femenina pero no morbosa, escribir sólo cuando implique a alguien más que a mi misma, hacer música sólo si no es clásica, leer pero no estudiar, caminar por favor sin saltar. Correr, correr y correr, alimentarme con semillas, trabajar y hacerlo bien, hacer lo que se espera de mí, pensando en miles de personas y sin pensar en mi. Así tengo que ser, social, feliz, mamá.
Pero dónde está mi hija? Ella está con su papá porque yo no he sido capaz de superarlo o de superarme, de ser menos, ser más o simplemente dejar de ser algo, deje de serlo todo, dejé de ser mamá.
Y ahora necesito un psiquiatra, otro más, para que pueda sacar todo esto que tengo en la cabeza y volverlo a alinear de tal manera que sea correcto, para poder sentrame en una mesa con otros adultos más o para poder ir al colegio a recoger a mi hija, después de haber dormido cuatro horas y haberme alimentado a base de tostadas con mermelada los últimos tres meses y llevo diciendo tres meses durante siete en realidad. Lo más duro de la muerte no es su frialdad o rasante velocidad, lo más atroz de la muerte y su despiadada soledad."
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