Los humanos son criaturas apesadumbradas, tienen un don para la tristeza. Les gusta utilizar posesivos («mi», «mío», «nuestro») cuando se refieren a su especie y son egoístas al referirse a las demás. Quiero decir con esto que no nos ven o sólo nos ven desde un sentimiento de superioridad.
—Bonitos míos —una uña se introduce por la jaula en una caricia sin tacto—. Bonitos míos.
Observad a nuestra dueña en su gesto cansado, en su caminar pesado por la tarima de la casa. Nosotros somos su única compañía. Somos el gorjeo dentro del silencio, la mancha de color en una casa gris, el movimiento enfrentado a la quietud. La soledad flota como partículas de amianto dentro de estas habitaciones. Nosotros, los agapornis, somos su asidero.
—Al menos vosotros os tenéis a vosotros mismos —ajusta sus gafas de ver de cerca.
Eso dice y dice la verdad. Agaporni viene de la palabra griega ágape, que significa amor, y ornis, que significa ave. La fortaleza de nuestros vínculos es legendaria, somos inseparables. Nuestra dueña anhela nuestra correspondencia. En sus ojos se dibujan naufragios antiguos, herrumbrosos cofres sumergidos. Suya es la melancolía y la pena. Los agapornis, por nuestra parte, no sabemos abrigar emociones improductivas.
—Bbbbhhh… bbbbhhh…
La sinfonía de sollozos ha comenzado. Los humanos no están preparados para la soledad, les deseca y hace de sus vidas una dimensión inhabitable. Nuestra dueña observa la piel hojaldrada de sus manos con un dejo de incredulidad, como si no reconociese sus propias extremidades. Enciende la televisión para sentir la presencia de un semejante. Para escuchar alguna voz.
—«En España hay 2 millones de hogares unipersonales habitados por personas mayores de 65 años» —enumera con indolencia un informativo.
—Pero no es así — a falta de otro interlocutor, nuestra dueña se dirige al reportero—: ¡hay que imaginarnos uno a uno! ¡Es necesario imaginarnos uno a uno!
Estas últimas frases las ha proferido con resentimiento. La televisión posee el poder ambivalente de ofrecer compañía y hacerte partícipe de una soledad más profunda. Nuestra dueña, con fatiga, apaga el aparato. La casa vuelve a quedar en silencio, un terreno yermo y despoblado. A veces el olvido sabe brillar como la llama del litio.
—Bbbbbhhh… —recomienza la letanía.
Se hace forzoso romper la violencia de esta calma sofocante que no deja entrar aire en los pulmones. Hembra y macho movemos con furia nuestro plumaje verdeceledón en una estridente algarabía de agapornis enloquecidos. «Hay que imaginarnos uno a uno», aleteamos hasta alejar el eco inerte de esas palabras, hasta aventar el tufo envenenado de su verdad.
Alertada por la escandalera, la anciana levanta su mirada hacia nosotros. Luego esboza una sonrisa sin edad, una proeza, y vuelve a acercar sus dedos a la jaula con agasajos incorpóreos. Un día más hemos conseguido rescatarla de sus ensoñaciones, del vacío deshabitado de su interior, de su depresión. Somos todo cuanto tiene, su trinchera frente a lo solitario. Su recordatorio de vida.
—Bonitos míos —dice—. Bonitos míos.
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