Rocío era una niña alegre, risueña y feliz, hasta que, poco a poco, su felicidad se esfumó. Sus padres no se dieron cuenta de los cambios porque estaban demasiado ocupados con sus respectivos trabajos. Y, aunque Rocío era hija única, sus padres nunca tenían tiempo para ella. El día que cumplió doce años la alarma saltó de tal manera que sus progenitores vieron que había un problema, y bastante gordo.
Organizaron una fiesta en el jardín, vendrían sus tíos, sus abuelos y sus amigas del colegio. La fiesta era a las siete de la tarde. Ese día Rocío dijo a su madre que no se encontraba bien, que le dolía la garganta y que no acudiría a clase. La madre, al principio, le dijo que no había podido avisar a la canguro, que tendría que ir al colegio. Pero la niña insistió en que iba a cumplir doce años, que era bastante mayor para quedarse sola. Su madre lo aceptó porque iba tarde a trabajar y la dejó en la cama. Se prometió llamarla cuando estuviera en la oficina, promesa que quedó sin cumplir, como tantas otras.
Rocío sabía lo que iba a hacer, bajó a la cocina, sacó la tarta del frigorífico y la estrelló contra la chimenea del salón, abrió las botellas de refresco que estaban enfriándose y las derramó por las paredes, mordisqueó algunos bocadillos y el resto se los llevó a Chispas a su caseta. Y, por último, entró al baño de sus padres y se tomó un frasco de tranquilizantes de su madre.
Su padre llegó antes del trabajo porque le habían anulado una cita para enseñar una casa. La encontró tirada en el suelo de su dormitorio, inconsciente. Le hicieron un lavado de estómago y todo quedó en un susto. Sus padres creyeron que tenía algún problema de salud mental, no era normal que una niña feliz que lo tenía todo actuara de esa manera.
Mientras estaba ingresada una psicóloga fue a visitarla, Rocío la trató con respeto, pero no quiso hablar. A la cuarta visita Rocío se confesó, porque Manuela sabía escuchar. La niña, llorando como nunca lo había hecho, se derrumbó. Lo de su cumpleaños lo hizo por miedo. Temía a las chicas que iban a ir a la fiesta, habían pasado de ser amigas, a hacerle bullying. No podía dejar que la humillaran delante de sus padres, lo mejor sería acabar con todo. Cada día de clase era un tormento, con sus padres no podía contar, nunca la escuchaban. Con sus profesores tampoco, dos de las chicas eran hijas de profesores del centro, ¿a quién iban a creer? No veía salida, la manera más fácil de escapar era dormir, no despertar.
Los padres de Rocío lo sintieron por no haber visto las señales, por no haberla ayudado cuando más lo necesitaba y tomaron medidas para remediar la situación. Las chicas que la molestaban fueron denunciadas, Rocío cambió de centro y siguió visitando a Manuela, que la ayudó y lo sigue haciendo.
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