La cama sin hacer, los juguetes sin recoger… no es nada especial, es la lucha de todos los días, pero aquella mañana se encuentra especialmente irritada, consigo misma, y por tanto también con su hijo, y el mal humor se dispara cuando encuentra, escondido debajo de la cama, otro juguete roto, uno de esos transformers tan caros que al niño tanto le gustan, pero cuyos miembros luego retuerce hasta descuartizarlos. "Se le va a caer el pelo" -murmura entre dientes, mientras recoge los restos de lo que fue un juguete- "hoy no hay parque al salir del cole, y que ni se le ocurra oedirme una chuche".
Barrer, fregar, cocinar… pasa la mañana atareada, pero todavía le dura el enfado cuando sale de casa para recoger al chiquillo.
- Hola, buenos días-
- Hola, ¿qué tal?
Su enfado se le cae a los pies cuando saluda a esa mujer, a esa madre con la que se cruza a menudo, aunque no porque vaya a recoger a su hijo al mismo colegio. Caminan juntas el último tramo, despacio, al ritmo de la silla de ruedas donde se retuerce el cuerpo inmovilizado del que nunca ha sido niño, que nunca ha podido romper un juguete, que apenas consigue esbozar un gesto, que su madre traduce como alegría, cuando ve a otros niños salir corriendo, riendo los más, llorando algunos, gritando hacia sus madres, mirando de soslayo al "niño raro", con precaución o incluso con miedo.
- ¡Hola mami!
Abraza con fuerza a su hijo, con ganas de llorar ante la vitalidad del niño, y sin que el chiquillo le pida nada lo lleva hasta el quiosco, ¿una chuche? No, le comprará un transformer nuevo, como el que ha roto, como el que ha encontrado escondido y descuartizado, como el que ese otro niño, que nunca ha sido niño, que nunca será un hombre, no podrá romper.
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