Recuerda lo que ocurrió envuelto como en una ensoñación, iba por ahí con tanto ruido interior que apenas percibía lo que había pasado. Su flamante marido perfecto, tan atento, tan amable, tan enamorado, le dijo una mañana que se había equivocado, no quería esa vida, se sentía atado, se había subido al tren de ella, pero él no lo sentía como suyo, quería dar marcha atrás ahora que aún creía estar a tiempo. "Antes de que sea demasiado tarde" –le dijo literalmente mientras recogía sus cosas. Aquí no ha pasado nada, pensó. Lo difícil es que sí había pasado: dos embriones fecundados artificialmente estaban creciendo en su interior la mañana en que su chico cerró la puerta. Era demasiado tarde para sentir que no había pasado nada porque, aunque dejara voluntariamente de pasar, para ella seguiría pasando para siempre. Esta era la prueba más complicada que se le pondría por delante: seguir atada de por vida al arrepentido tardío y continuar con un programa distinto al proyectado o interrumpir dos existencias y destrozar la suya.
Al tremendo dolor por la amputación, debía sumar además la vergüenza y la culpa. No podremos entender nunca el vacío que su decisión le había generado, nunca podremos verla en la camilla temblando y llorando por lo que ya nunca será. No sería justo pues ningún juicio espontáneo.
Se pregunta a diario cómo sería su vida si hubiera adoptado la otra decisión. Evita el contacto con las familias felices (desde fuera todas lo parecen), se ha prohibido todo trato con menores, prefiere dar un rodeo antes que pasar cerca de un parque. Lo suyo con los niños es, desde entonces, un punzante tabú para la salud de su presente, hay cosas que ha asumido que debe impedir: los niños y las madres son su enemigo. Su propia madre hablando del amor hacia sus hijos le molesta. No puede explicarlo verbalmente, es una puñalada innecesaria que su entorno se ha acostumbrado a evitar.
El recuerdo de esos días no ha dejado de dolerle. Periódicamente, le atormenta y nada puede soslayar la herida, ese tajo abierto en pleno vientre, nunca deja de sangrar. El tremendo golpe ha condicionado el resto de sus días: siempre hay una partícula de pensamiento que le recuerda lo que ocurrió, pero hay días en que consigue silenciarlo. Otros, sin embargo, no encuentra consuelo ni en la certidumbre de su amable presente. Esos días le aterran porque nunca se siente capaz de superarlos. Hay quienes aún piensan que la salud mental es una cuestión de actitud, de echarle coraje a la vida, insinúan que en su mano está la sanación, como si la sola voluntad tuviera el poder de curación que requiere. Pero no siempre es así. A veces no puede levantarse de la cama. No es un capricho, es tan físico como cualquier otra enfermedad. Quiere vivir, pero no sabe cómo. No puede hacerlo. Es solo una mujer y, sin embargo o quizá por eso mismo, sigue aquí para contarlo.
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