miércoles, 12 de mayo de 2021

El cuarto de cristal

    Los cambios hormonales, el bombardeo publicitario, el traslado de residencia en un momento tan crítico… Porque dejar el barrio, el colegio y mis amigos al mismo tiempo que la infancia supuso para mí un gran quebranto. Pero no es fácil saber cuál fue el detonante, la razón por la que ella apareciese ante mí como una extraña odiosa. Solo sé que una sensación de extravío vino a refugiarse en mi alma, un no saber dentro de quién me encontraba.

Hasta ese momento ella había sido perfecta, estudiante ejemplar, una niña alegre y complacida consigo misma. Sin saber cómo, dejé que anidase el odio, el desprecio por ese cuerpo innoble. Cada día lo observaba con detenimiento, como un entomólogo ante un insecto único, y veía cómo ella iba tomando posesión del cuarto de cristal, mientras yo quedaba atrapada en la habitación opaca. Al principio no se apreciaba más que un poquito de pecho, la barriguita sobresaliente; en poco tiempo, no obstante, llegó la desmesura. Ese cuerpo fraterno y acorde se convirtió en una masa exorbitante de cetáceo marino que ocupó todo el espacio del cuarto de cristal, sin oxígeno para respirar. La Orca había nacido y amenazaba con ahogarme. Así la llamé, Orca, con mayúsculas: brazos mayúsculos, muslos mayúsculos, pechos mayúsculos, mayúsculas caderas. Un monstruo desaforado ajeno a mí que abarcó todo mi mundo, hasta los sueños.

La huella física empieza a hacerse patente. He perdido mucho pelo y no hago más que pintarme las uñas en un intento de frenar su deterioro. Me siento desfallecer, débil y desnortada como en un perpetuo jet lag. La Orca, en cambio, cada día más satisfecha en el cuarto cristalino.

El principio del fin ocurrió al desmayarme en clase de matemáticas. La directora quiso llamar a mis padres pero la convencí de lo innecesario de esa llamada, simplemente había olvidado desayunar y además tenía la regla. Por cierto que hace al menos tres meses que he dejado de menstruar. A los pocos días del desmayo tuve una caída en clase de educación física que me dejó la muñeca rota. En las pruebas de rayos X han saltado las alarmas. Mis huesos se encuentran faltos de calcio, frágiles, como los de una anciana de ochenta años. Mido 1,68 m. y peso 42 kilos, esa es la realidad. Mis padres se culpan por no haberse dado cuenta, tan ocupados están con mis hermanos pequeños. Aquí nadie es culpable salvo la Orca, ella es la única responsable.

Han pasado ocho meses. La mañana de primavera se anuncia a través de las rendijas de la persiana, dibujando en la pared un pentagrama mudo. Ahora pinto notas alegres sobre las líneas del pentagrama, contando mi historia como me han sugerido. Forma parte de la cura, una manera de recuperar la salud mental perdida. El diagnóstico era claro: anorexia nerviosa. Vuelvo a hermanarme conmigo misma, a quererme tal como soy. La Orca ha muerto, ha desaparecido sin dejar rastro, el cuarto de cristal está vacío y lo miro sin miedo.

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