Esa mañana, cuando Cipriano llegó hasta la puerta del patio de su casa, miró hacia todos los lados, tratando de encontrar con su cabeza aquel pensamiento que lo había llevado hasta allí, pero su búsqueda fue inútil porque ni siquiera, el hilo acuoso de color marrón que bajaba por una de sus piernas se lo recordó. Una mujer, que estaba regando el extenso jardín y que últimamente Cipriano veía todo el tiempo, lo observó mientras sus excrementos le llegaban hasta los pies, entonces, en un esfuerzo por no escandalizarse, lo llamó con la mano, en tanto le mostraba el chorro de agua fresca que salía por la boquilla de la manguera. Él salió corriendo, embadurnado en sus eses, acordándose felizmente, que no había mayor placer, que el de jugar bajo la lluvia. La mujer, de manera cariñosa, le pidió que se quitara la ropa y Cipriano, obediente, lo hizo hasta quedar completamente desnudo bajo el chorro refrescante, mientras ella intentaba quitarle la mierda del cuerpo.
En ese momento, una muchacha, que acababa de despertarse de una noche difícil por el desvelo de Cipriano, al que trató de cautivar leyéndole el Principito, salió presurosa para saber qué estaba pasando, pero la mujer que sostenía la manguera, le hizo un ademán con la mano para calmarla y la invitó a ver la felicidad de Cipriano que, con los brazos hacia el cielo, saltaba sobre los charcos que se habían formado en el suelo, entonces, la joven, se mantuvo quieta y guardó aquella imagen para siempre, donde su mamá, sosteniendo una manguera, hacía diluviar sobre la tierra para que Cipriano, su marido, aquel viejo que se había convertido otra vez en niño y quien se había olvidado de todos, volvía a sonreír para que ella pudiera tener un último recuerdo feliz de su padre.
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