Mientras ojeaba un anuncio de muebles a página completa en el periódico del día, Roberto se notó nervioso. Había quedado con su amigo Joaquín en una terraza del centro de la ciudad, y reencontrarse con él después de tanto tiempo le producía cierta inquietud. Hacía meses que no se veían. Su gran amistad había nacido dos décadas atrás; cuando, siendo universitarios, compartieron habitación en una residencia de estudiantes. Y desde entonces sus caminos habían sido inseparables. Todas las semanas se organizaban para ir al cine, salir a cenar o tomar unas cervezas en casa mientras veían un partido de fútbol. Pero lo cierto es que sus encuentros habían disminuido de frecuencia desde que a Joaquín le diagnosticaron esquizofrenia. Le resultaba extraño hablar con él. Se mostraba ausente, despistado. No era para menos. Desde que sufrió el primer brote, su amigo experimentaba alucinaciones auditivas, escuchaba unas voces en su cabeza que le hacían vivir un verdadero infierno, le creaban angustia y le impedían descansar. Entendía perfectamente que sus conversaciones y sus encuentros fuesen un tanto extraños y hubiesen perdido la frescura de los buenos tiempos; pero de alguna forma, eso había hecho que poco a poco se hubiesen dejado de ver.
Joaquín llegó media hora tarde. Su semblante era triste. A su aspecto un tanto desaliñado y a un evidente descuido físico que había ido empeorando en cada uno de sus encuentros, ahora se sumaba un rostro alicaído, que en anteriores ocasiones no recordaba haber visto. Roberto se levantó para recibirle. Se fundieron en un abrazo. Fuerte. Vivo. Con cariño. Recuperando una intensidad que tiempo atrás se había disipado entre ellos. Inmediatamente percibió que Joaquín estaba más presente, más centrado, más él. ¿Por qué tenía entonces esa expresión de melancolía en su mirada? Se sentaron y comenzaron a compartir cómo les iba la vida. Llevaba tres semanas con una nueva medicación. La buena noticia era que las voces habían dejado de taladrarle la cabeza con sus discursos destructivos llenos de ira. La mala, que ya no estaban. Esos personajes que habían sido su única compañía durante los últimos años de su vida se habían marchado. Y le habían dejado solo.
Mientras le escuchaba, Roberto se estremeció. Un sentimiento de profunda tristeza le recorrió el cuerpo, y sus ojos se transformaron en dos esferas de cristal que a penas podían contener unas lagrimas que gritaban por salir. Comprendió en un segundo la magnitud de lo que vivía su amigo. Comprendió en un instante lo que había sido incapaz de ver en todo este tiempo; que además de la lucha por su salud mental, Joaquín había tenido que enfrentarse a una soledad que no había elegido; que le había sido impuesta, unas veces por su propia enfermedad, otras por un entorno que poco a poco le había dado la espalda. Cogió la mano de su amigo y, mirándole a los ojos, le prometió que iba a volver a estar a su lado. No hicieron falta palabras. Siempre se habían hablado con la mirada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario