Mi nombre es José Miguel. El de mi padre, "el ciclista", también. Así le llamaban y le siguen llamando sus compañeros, amigos y los vecinos del pueblo. Esa mañana mi madre y yo le acompañamos al médico. Era un día lluvioso de octubre y el sol seguía oculto entre las nubes. Lo recuerdo bien, es como una foto fija que no puedo olvidar.
Las pruebas confirmaban lo que veníamos presagiando. El médico me llamó aparte y fue muy contundente: su padre tiene un problema de salud mental, es Alzheimer. Sin embargo, mi padre asumió el diagnóstico con total resignación. Una vez más mi padre dio muestras de su grandeza de espíritu.
Cuando se retiró, empezó a trabajar de mecánico en un taller de coches arreglando lo que en otros tiempos le parecían máquinas infernales, con sus ocupantes saludando al pasar.
Viéndose hoy, arreglando las tripas de esos cacharros le parecía una traición y un insulto.
–"Encima de la bicicleta lo único que hay que hacer es pedalear, pedalear y pedalear" solía repetir a menudo. Él sabía como nadie que para avanzar un milímetro la fuerza tenía que salir del único motor que llevan los ciclistas: sus piernas. Unas piernas de acero. Pero también empezaba a darse cuenta que algo estaba fallando en su motor: a veces olvidaba las cosas y sentía una cierta rigidez muscular. Y se callaba.
Por si eso fuera poco, ahí estaba la televisión, que desde hace mucho tiempo se ha convertido en un testigo implacable y en la que mis ojos de niño sólo veían las motos con sus cámaras, fotógrafos, caravanas de coches, un tropel de gente agolpada en las empinadas subidas y en las entradas a meta, y al final, entrevistas a los famosos, besos de compromiso a las azafatas de turno y el podio para los ganadores. . . al que nunca subía mi padre.
–Papá ¿y tú cuándo ganas?
Hijo mío, yo gano siempre que gana mi equipo. Luego añadía para restarle importancia: y si gana nuestro líder mucho mejor. Estoy seguro de que no lo decía por el dinero que suponía ganar una etapa, sino por el precio que había de pagar por conseguirlo. Un precio que cada vez le resultaba más caro por la frecuente tensión muscular que padecía. Y se callaba.
Con esa respuesta, humilde y abnegada, mi padre ganó para mí todas las carreras del mundo, el Tour, el Giro y la Vuelta España, así, de golpe, todas juntas.
Como la mayoría de sus compañeros, mi padre no tiene estudios, pero su respuesta es digna de un gran hombre. Recuerdo que en aquella época cuando le hacía esa pregunta, disimulaba y me echaba un sermón, pero yo insistía con despiadada e inocente crueldad:
–Sí, papá ¿pero tú cuándo ganas?
Hoy comprendo su dignidad al despreciar la fama, el dinero y otras muchas cosas que todo el mundo sabe, pero calla, y que siempre están alrededor de los que triunfan. Dignidad que aún conserva.
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