He tomado una decisión, amor mío, pese a que no tenga dónde huir, dónde esconder este cuerpo desahuciado, molde de plomo y sombras, he pensado que no me rendiré. Ayer me di cuenta de que no podré amar a nadie como a ti, con el mismo vértigo y la misma pasión, sin lujurias furtivas, sin desfallecimientos ni flaquezas. Como un hombre que viene caminando por el hielo durante horas y encuentra un fuego encendido: tú has sido esa casa, la luz cálida, la lumbre irrenunciable. Nadie podrá reemplazarte cuando el olvido se ensañe conmigo.
Sí, esta mañana me levanté angustiado y advertí que no recordaba tu nombre: admito que fue como despertar en un pozo, en un páramo helado, como asomarme a la nada más oscura. Tu nombre, tu nombre… ¿cómo pude haberlo olvidado, así fueran unos tristes, efímeros segundos?
No sé qué diagnóstico le dan a este mal, a esta carcoma atroz, pero poco importa, la desafío y no dejaré que mis sinapsis, mis células desmoronadas, me hagan olvidar. ¡Olvidar tu nombre, tu nombre, así lo exijan los dioses o los demonios! ¿No poder deletrearlo, saborearlo, renunciar a que mis labios lo pronuncien, dulcemente, una vez más? Jamás aceptaré semejante vileza, la agonía de mi voluntad, la decrepitud intolerable, un cerebro sucio y postizo. ¡Al paredón con el olvido y sus sombras, al paredón con el olvido y la muerte!
Por eso he decidido tatuar tu nombre hasta el último rincón de mi cuerpo y cuando me devore la penumbra, cuando la demencia sea una serpiente enroscada en mi corazón, estiraré la piel para reírme de sus estragos, de todo lo que me aleja y escinde de ti.
He de empezar ahora, sí, he de hacerlo ahora, cuando aún puedo sentir tus labios y tu piel, cuando aún puedo recordar tu boca cada minuto y cada segundo: tu boca junto a la primera llama, el primer temblor, junto al primer beso que me diste en aquel jardín adolescente. Y esperar luego, vida mía, que cada vez que mire tu nombre tatuado en mi vientre y en el dorso de mis manos, una chispa de gozo ilumine mi corazón.
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