Creo que el monstruo nació en la primera gran crisis del nuevo milenio, en mi primer avión sin vuelta hacia el extranjero. La bestia llegó cuando descubrí que los héroes se hacían malvados, y los piratas banqueros, y que las guerras contra virus y petróleo se escribían en entierros.
El monstruo nació un día, revolcando mis sentidos, poniendo a prueba mi salud mental, y haciéndome recordar a un niño que debía aprender todo de nuevo. Mis pasitos eran lentos, cortos y con los tropezones de las aceras, gateaba en mi sentir, y al mezclar los colores de dos sentimientos podía perder el equilibrio de mi cuerda floja, que se hacía un ovillo en mi cerebro.
El monstruo podía aparecer desde entonces en cualquier momento. Sus garras presionaban por dentro mis entrañas, y sus dientes me hacían temblar. La oscuridad que proyectaba me causaba pequeñas descargas eléctricas, aunque trataba que nada de eso se notara. Era un monstruo que pellizcaba, que mordía, que lloraba… y cada vez que salía de su cueva buscaba comida, quería cenar mis deseos y alegrías. Llegaba sin avisar, y los nervios que provocaba provocaba podían olerse, en una intensa sensibilidad que hacía contar hasta el latir de las estrellas; que hacía sentir la soledad y estremecerme con las inseguridades de quién era y quién me quería. Pero en la montaña aspiraba, y creía en ellas y en las cimas nevadas que nos observaban.
- ¡Vete lejos y no vuelvas, monstruo maldito!
Y un día el monstruo no volvió, y sentí la alegría de no oler su tristeza. Al día siguiente sólo asomó la cabeza, manteniéndome en alerta, como un ciervo en la pradera. Y el tiempo se consumía lentamente, y el monstruo no aparecía. Empecé a atreverme a pensar en su cueva. Metí la primera pierna en la oscuridad de su caverna, sintiendo un escalofrío que añoraba, que me hacía sentir vivo.
-Monstruo, ¿estás ahí? – preguntaba en mis meditaciones.
Poquito a poco fui conquistando la cueva, y de presa me convertí en felino, tratando de darle caza, tal vez para colgar su cabeza como un trofeo divino, tal vez para abrazarle bajo el sopor del efecto de la nostalgia.
Y a medida que avanzaba en su cueva iba tocando las paredes de colores, la humedad de las estrellas, un miedo solitario que acogía, y que al tiempo te alumbraba bajo su hoguera. El monstruo había pintado con sus garras pinturas rupestres de acuarela, y a cada paso que daba mi piel se erizaba, reviviendo mis sentidos, mi olfato, mi oído, el amor por los sabores, y también por las tristezas.
Un día, al buscar la cueva hacia mis adentros la puerta se había cerrado. Una enorme piedra cicatrizaba su entrada. Llamé asustado a la puerta, quise llorar, pero no podía. El monstruo se había ido junto a los colores y oscuridades que construían su naturaleza. Y yo me quedé solo, muy solo. Quería gritar, llorar, reír.
Quería abrazar a un monstruo que me había hecho sentir.
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