Recuerdo que coincidí con esa mujer en el ascensor y agradecí el sentirme acompañado, aunque fuese por una desconocida, en una situación tan estresante para mí.
«¿Subes?», pregunté.
«Bajo», respondió con la pose derrumbada.
Y así seguimos después de muchos años de casados. Ella, subiendo o bajando en aras de su bipolaridad; yo, acompañado en mi claustrofobia.
«¿Somos distintos?», le pregunto dentro del habitáculo opresor a la vez que mi mano busca la seguridad de la suya.
Ella me acaricia y relaja la tensión:
«Somos diversos», dice con su contagiosa sonrisa ciclotímica. Mientras, nuestra niña se entretiene jugueteando con la botonadura del ascensor para hacerme rabiar.
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