Bajo las escaleras despacio; las cuento: son dieciséis. Ni más, ni menos. Me dirijo a la puerta de entrada y toco el pomo con el dedo meñique. Es el único dedo que no me llevaré a la boca, o a la nariz...; ¡vete a saber! Después me santiguo. La verdad es que no soy creyente pero esto me da confianza. Me dirijo al supermercado, siempre por las baldosas coloreadas de la plaza; más tarde por las baldosas sin dibujo de la acera.
El supermercado tiene puertas que se abre automáticamente, ¡qué suerte!; así no tengo que utilizar, nuevamente mi dedo meñique que está a punto de dislocarse esta última temporada. Estoy angustiado, intento convencerme de que no me contaminaré pero estoy seguro de que los virus me prefieren a mí; no sé por qué, pero me tienen como primer objetivo.
Una señora de rojo se me acerca y giro hacia el otro pasillo; no soporto el color rojo. Estoy convencido que enfermaré y que no habrá mascarilla de oxígeno para mí. El vello de la nuca se me eriza y el sudor perla mi frente. No puedo respirar, voy a tener que llamar al médico porque esto es el principio de la enfermedad. Lo sé.
Me pongo los guantes de la fruta y elijo ocho manzanas; ocho, ni más ni menos y luego ocho plátanos y ocho naranjas. Me aproximo a la pescadería y pido una merluza pequeña. Entera. Ya la prepararé yo en casa no vaya a ser que sus guantes la contaminen más. Cargo en el carro ocho cajas de leche, ni más ni menos, ocho yogures, ocho flanes y ocho cuajadas.
Me encamino a la caja. Cuento la gente: hay ocho personas esperando en la fila del medio; todos con mascarilla. Me pongo en esa cola. Espero. Entretanto tamborileo con mis dedos en la cadera. Uno dos tres cuatro cinco…. esto me calma.
Me fijo en el pelo de la cajera, tiene caspa en sus hombros y me dan ganas de sacudírsela, pero me abstengo, no vaya a ser que le siente mal y me diga algo. Opto por tamborilear mis dedos con más intensidad; creo que es más conveniente. Observo que la gente tiene miedo de acercarse; se ve que no soy el único aterrorizado. La araña del miedo nos atrapa a todos. Eso me reconforta.
Cuando salgo al exterior respiro una bocanada de aire, seguro que contaminado, pero aire. Pienso que soy afortunado, en medio de todo, de tener una psicóloga que me tanto me ayuda; si no, no sé qué haría. Me dirijo despacito con mi bolsa por la línea de baldosas sin dibujo, luego por las coloreadas hasta mi casa. Subo las dieciséis escaleras y regreso a mi cubil, feliz de haber paseado, de haber conversado con la cajera y dispuesto preparar mi merluza. Hoy la cocinaré a la koskera, con sus ocho rodajas de huevo, sus dieciséis guisantes y sus otras ocho almejas.
Ni más, ni menos.
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