lunes, 6 de abril de 2020

Salvador


Mis padres no tuvieron la culpa de mis escasos estudios. Fui yo quien salí rebelde. Faltaba a clase, iba en compañía de lo peor del barrio. Luego sucedió algo que algunos dijeron que se veía venir: fui madre sin habérmelo propuesto. Desaparecieron entonces, con sorprendente rapidez, todos mis amigos varones, en particular los que antes tanto me pretendían.

Salvador fue una responsabilidad sobrevenida, también una bendición. Hizo que me centrase. Juré que los dos saldríamos adelante. Mis padres, siempre dispuestos, tuvieron que cuidar de él mientras yo trabajaba gran parte del día, pero aquello no era suficiente.

Mi madre comenzó a decir que no quería jugar con otros niños en el parque, era demasiado solitario. Los problemas de relación se repetían durante el colegio. El especialista en salud mental mencionó tres palabras que nunca he olvidado: síndrome de Asperger. Debía ayudarle a que cambiase de actitud, incrementar su vida social. Dejaron claro que no sería fácil.

Al principio lloraba, ahogada por las preocupaciones. La familia, el doctor y, sobre todo, mi pequeño, me convirtieron en otra persona, capaz de levantarme cuando desfallecía. Cambié lágrimas por actividad tras cambiar de empresa de limpieza. Con un horario más llevadero, todo mi tiempo fue para Salvador. Trataba de que fueran niños a casa, me hice amiga de cuantas madres pude para intentar que sus hijos le invitasen; una tarea decidida, aunque, a menudo de escaso resultado. Sus notas brillantes de poco iban a servirle si no era capaz de conectar con otros, de atravesar la muralla que su cerebro le imponía frente a los demás.

Su adolescencia no mejoró las cosas. Luego, ya universitario, obsesionado con la química, le dedicaba todas las horas posibles. Su expediente era admirable.

No tuvo ningún problema para trabajar en una prestigiosa compañía farmacéutica. Nunca iba a faltarle el sustento, pero su punto débil, la falta de habilidad para la comunicación personal, seguía presente como una losa. Mi obsesión era qué sería de él cuando yo faltase.

Un virus interpuso entonces su ley. La pandemia global logró detener el mundo. Como una maldición, provocaba males de difícil cura, en especial a la gente mayor. En esos días inciertos tuve que enterrar a mis padres.

Mientras, mi hijo, en su laboratorio, fue el artífice de una audaz combinación de fármacos virales y plasma. Tuvo un atrevimiento más. La vacuna experimental necesitaba una prueba clínica. Sin pedir permiso a nadie, al margen de protocolos, carente de toda prudencia, la experimentó con él mismo, una empatía absoluta hacia el género humano que nadie esperaba, un riesgo que nadie, o muy pocos, hubieran cometido.

El ensayo clínico del que fue protagonista ayudó a acelerar la concreción de la medicina definitiva que salvaría muchos miles de vidas. A cambio, terminó con la suya.

Supe entonces que nada sucede por casualidad, ni siquiera el nombre que a cada cual le cae en suerte. Vino al mundo para salvarlo; yo, para traerlo a él.


Libre de virus. www.avast.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario