lunes, 6 de abril de 2020

Diógenes


Junto cajas. Alguien pensará: “¡Qué bruto! Quiere decir que colecciona …”. Pero no es eso, coleccionar es algo más serio, un coleccionista conoce, cataloga, ordena, selecciona, busca, pero yo simplemente junto las cajas. Me gustan de todo tipo: grandes, pequeñas, cúbicas, aplanadas, redondas, de cartulina, plástico, metálicas o de madera, mis favoritas.

En teoría las tengo para usarlas, aprovecho muchas de ellas para guardar desde tornillos hasta muelles, pasando por elementos de diversas colecciones. Existe también la ‘especialización’. Por ejemplo, las de los antiguos carretes de fotografía son estupendas para las monedas, y las de las lentillas mensuales tienen el tamaño justo para las pastillas de tinta china del sumi-e. Y siempre se ha sabido que las cajas de puros son ideales para los sellos. 

Es cierto, soy una persona ordenada, incluso obsesionada con el orden, y me gusta tener mis cosas en estado de revista perpetua, pero eso no justifica el número de cajas que mantengo en reserva. Y es que, en realidad, cuando veo una caja vacía en buen estado me cuesta resistir el deseo de quedármela. A veces pienso desde primera hora en su posible utilidad, pero son las menos, la mayor parte están ahí “por si un día me hacen falta”. Las imagino llenas de algo, pero aún no sé de qué.

Un siquiatra, cuestionando mi salud mental, buscaría el origen de esta manía en la infancia, deformación profesional; pero quizás no fuera descaminado. Yo nací en una familia relativamente pobre, teníamos que ahorrar. Mientras mis amigos solían presumir de sus regalos de Navidad (en plural) yo tenía sólo uno, casi siempre una versión cutre de lo que había pedido. El caso más extremo sucedió cuando me empeñé en pedir a los Reyes un Scalextric. Aprendí mucho ese año, sobre todo de la cara de mis padres al entregarme el juguete.

Posiblemente esa experiencia continuada está detrás de mi exagerada costumbre de atesorar, tanto artículos de colección como objetos simplemente útiles. Las cajas no son más que la proyección de ese deseo, quiero tener el recipiente incluso antes de saber qué lo llenará, pero también para asegurarme de alguna forma que habrá algo dentro. El cofre como promesa del tesoro. El niño dentro de mí sigue esperando ese regalo que nunca llegó.

Así que mientras busco esa joya, esa maravilla que traerá felicidad y sentido a mis días, sigo juntando cajas dentro de cajas dentro de cajas, porque no sé qué tamaño tendrá, y no quiero que el momento cumbre de mi vida me pille sin un lugar adecuado para guardar eso, eso que siempre he deseado.

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