jueves, 9 de abril de 2020

De las apariencias IV



Conversando con Adriana Hidalgo uno se entera de muchas cosas que dan cuenta del carácter de su hijo Octavio: que siempre deja los juguetes tirados en el piso, que la ropa queda hecha un ovillo a los pies de la cama, que prefiere el té de hierbas a la leche azucarada, que hay que recordarle cada noche que se cepille los dientes y cosas así. Ya saben cómo se ponen las madres que hablan de sus hijos: la mirada chispea, los recuerdos graciosos hacen aflorar alguna que otra sonrisa, el semblante se les ilumina un poco. En ese sentido, Adriana Hidalgo no escapa a la media. Si le preguntan, se define como una madre ocupada y feliz, lo que no es poco. 

Lo singular, en el caso de Octavio, es que se trata de un hijo imaginario. Y el asunto suele ponerse tenso cuando Adriana, en el medio de alguna de las charlas, se empeña en llamar al pequeño Octavio para que venga a saludar y cuente como le está yendo en la escuela o en el club de fútbol. Por supuesto que uno se queda sin habla al verla conversar con el vacío, preparar una taza y dejarla en la mesa de la cocina, acercando la silla y acariciando el aire con mucha ternura, con absoluta convicción maternal. Como cualquier madre orgullosa haría, por otro lado. Y ni hablar del momento en que dice: 

–Bueno, Octavio, corre a tu pieza a jugar a los videojuegos, que yo tengo que seguir charlando con Luis.
Es que en ese preciso instante, uno siente una brisa que le agita el abrigo y le ondea un poco los cabellos. Y Adriana Hidalgo que se sienta de nuevo enfrente y te dice mirándote a los ojos: 

–Es todo un loco este Octavio ¿no?

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