martes, 11 de mayo de 2021

Luna llena

    Ocurrió una noche, entre el cuarto creciente y el cuarto menguante. Mi pequeño hijo corría de un lado a otro con su avioncito de papel en sus manos y el sueño de ser piloto en la cabeza, invitándome con alegría a embarcarme en su avión para irnos de viaje como lo hacíamos antes. Mi esposa con una sonrisa radiante en sus labios, lo observaba con ese amor que solo una madre experimenta. Le acarició el cabello y él le devolvió el gesto sin dejar de corretear. Por un segundo, tuve ese sentimiento de aquietamiento y paz. Aunque sabía que no era la primea vez que ocurría, esa ocasión era distinta. Caminé lentamente hasta la mecedora que estaba dispuesta frente a la chimenea y me quedé viendo como el fuego crepitaba serenamente. Fue ahí que ocurrió, ingresó sin siquiera a la puerta tocar; creyendo saber todo de mí, se adueñó del lugar. ¡Nunca se debe pasar sin avisar! gritaba desde mi mente sin parar, pero era demasiado tarde, ¡Qué dolor! ¡Qué pesar! Mi hijo con todo y su avioncito de papel se desvanecieron entre nubarrones de olvido. Traté de agudizar la vista, fue inútil, ni siquiera mis ojos parecían pertenecerme. Me has condenado, pensé con detenimiento. Atacaste a traición, y, como una muerte de sorpresa, no me diste oportunidad de defensa.

Qué mal que lo arrastre lentamente, logré escuchar alguna vez entre los meandros de mi perdida mente. Gente iba y venía. Esposa e hijo seguían en la misma sala aunque con diferentes caras. Por un segundo, creí que debía ser yo quien tal vez cambiaba. ¿Cómo saberlo?

Un tiempo atrás, me hablaban de cómo pasan sus días, se reían de aquel mensajero que confundía nuestra dirección con la casa de la señora María. De cómo el ave que estaba enjaulada en el balcón azulado, de alguna manera escapó y voló hasta un gran nido en la cima de un frondoso árbol. Callaban, suspiraban e imaginaban cómo serían nuestras vidas, y casi sentí que olvidaban que seguía observándolos y amándolos.

En los instantes sublimes en los que mi memoria se escapa de las purulentas garras captoras, recuerdo que esos ojos grises de armiño que tanto admiro, no son los míos, sino los de un pequeño niño. El mismo que su madre arrulla por las noches mientras los miro, deseando con todo mí ser, que sepan que estoy con ellos y sigo vivo.

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