El día más que nublado estaba sucio, como si alguien se hubiese entretenido en tapar el sol con periódicos viejos. Ni me molesté en colocar la sombrilla, la dejé junto a la bolsa, abrí la tumbona y me senté. Soplaba un flojito agradable, el agua rompía a pocos metros de la orilla dejando su rastro de espuma.
Al rato, pese a que la playa estaba semivacía, un individuo se plantó a mí lado, andaría por los cuarenta, aunque también podría tener unos veintitantos mal llevados, nunca se me ha dado bien calcular la edad ajena. Lo primero que hizo fue decirme que la espuma tenía la costumbre de sorprendernos sin llevarnos al hastío, después se presentó como Ezequiel.
─Encantado ─contesté─, me llamo Antolín.
─Menudo nombre para un puerto.
─¿Antolín?
─El hastío.
─Ya.
─¿Y de las olas qué me cuenta?
Permanecí callado, Ezequiel parecía algo confuso y quizá no fuese conveniente darle demasiada cancha ni tampoco llevarle la contraria. Como no le contestaba decidió hacerlo él mismo, me aseguró que las olas necesitan medio mundo y seis mil playas para armar el mismo silencio que regalaban las espiras de una caracola desde un local tan pequeño. Había que reconocer que era simpático y tenía cierto ingenio con las palabras, así que le dije que cogiera una toalla de la bolsa y se sentase a mi lado. Me miró de arriba abajo muy serio, como si el confundido fuera yo, y me contestó que no se fiaba de la tierra.
─¿Y eso?
─Todo el mundo sabe que aún se muere por tener sus propios ahogados.
Su parte de razón llevaba, lo que no se sabía es adónde. Le pregunté a qué se dedicaba, contesto que en sus ratos libres era boyardo, el oficio más triste del mundo, siempre cerca del mar y siempre dándole la espalda; a él le habría gustado más ser delfín o marejada. Le dije que había oficios peores, como en mi caso, que solo era un turista. Seguimos hablando y descubrimos que además de los días nublados también teníamos en común la afición por la cerveza y que ambos estábamos prejubilados, en mi caso, por la edad, y en el suyo, por un trastorno de salud mental. Continuó contándome más anécdotas del mar ─como que en los grandes naufragios el océano se salía de los mapas y no había lugar donde poner el barco o que los celtas siempre tuvieron el buen gusto de situar los suyos junto a una isla habitada solo por mujeres─ hasta que de repente miró su muñeca, en la que no había ningún reloj, dijo que se estaba haciendo tarde y se despidió hasta el día siguiente.
En fin, lo que acabo de contarles me sucedió ayer, en la playa, mientras hablaba con un sicótico paranoide en lugar de hacerlo con otro turista, y no sé qué pensaran ustedes, pero creo que mereció la pena, quizá por eso, esta mañana, he vuelto al mismo sitio para ver si regresa Ezequiel.
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