Había escuchado ruidos. Las pantuflas estaban al lado de la cama, pero no se las puso. Tampoco agarró el bastón. Sin prender el velador, sacó la Colt de acrílico del cajón de la mesita de luz y se levantó desnudo. Tenía la puerta de su cuarto cerrada por el aire acondicionado y la persiana que daba al patio de atrás, estaba totalmente baja.
Apoyó la oreja contra la puerta y escuchó voces. Le pareció reconocer una voz de mujer, pero no entendía qué decían. Dio unos pasos para atrás, abrió la puerta del armario y sacó tanteando un calzoncillo y una camiseta. Dejó la Colt en el piso, se vistió, la recogió y volvió a apoyar la oreja contra la puerta.
Las voces se le confundían con el sonido del aire acondicionado, pero alguien dijo "salud mental". Agarró con la mano izquierda la medallita de la Virgen del Rosario que le colgaba del cuello, se la llevó a la boca, le dio un beso y la soltó para agarrar el picaporte como si fuera una pieza de cristal. Lo giró milimétricamente hasta que sintió que el pestillo se había corrido. Entornó la puerta apenitas para poder oír mejor, pero las voces se habían callado. Conocía el espacio, pero no veía nada. El aire acondicionado, habiendo llegado a la temperatura indicada, también se silenció.
Estuvo así dos o tres minutos hasta que oyó el ruido de una puerta que se abría y enseguida un chirrido como de una rueda chanfleada. Un chirrido que se repetía cíclicamente y que se alejaba. Le alivió pensar que se estaban yendo y sintió que el cuerpo se relajaba. Tomó aire por la nariz como si fuese capaz de obtener alguna información relevante con el olfato y le llegó un olor ácido y a la vez, dulzón. Entreabrió un poco más la puerta y sacó primero un pie. Las uñas le habían crecido tanto que parecían un grupo de pichones asomando sus picos con restos de comida.
Volvió a escuchar el chirrido de la rueda, metió el pie y cerró sujetando el picaporte para que el pestillo no cantara. Le pareció volver a escuchar la misma voz de mujer, pero arrancó de nuevo el aire acondicionado y la tapó. Con la certeza huérfana de que ya no había nada que hacer, volvió sobre sus pasos. Pisó el bastón blanco que estaba entre las pantuflas y se sentó en la cama. Tanteó la mesita de luz y guardó la Colt de juguete. El chirrido se acercaba y reconoció la voz de la mujer. Se llevó otra vez la virgencita a la boca, la beso y se metió debajo de la sábana sin sacarse la ropa.
Una mujer de ambo verde entró con un carro de acero inoxidable y le dijo buen día, subió la persiana y le preguntó si todavía dormía, pero él se mantuvo con los ojos cerrados, con el puño apretando la medallita y no respondió.
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