A la madre se le hiela la sangre al percibir que el hijo está inmerso en una conversación, algo que no tendría que preocuparla. Pero resulta que está solo.
No puede creer que esté pasando de nuevo. Tras la última crisis, el hijo le prometió que pondría todo de su parte para que no volviese a ocurrir. Durante meses, se ha dejado aconsejar por sus médicos y se ha apoyado en la familia para sentirse fuerte y comprendido. Ha sido disciplinado; ni una sola de las tomas de su medicación ha pasado por alto. Pero ahora parece como si todo se hubiese ido al garete.
"Con lo bien que se le veía… ¿cómo es posible que haya recaído otra vez?" Masculla entre dientes la mujer, la cara apoyada en la puerta del dormitorio del hijo, sobre la que parecen detonar, cual truenos cargados de angustia, los acelerados latidos de su corazón. Apenas es capaz de contener el llanto. Porque no hay duda: al otro lado, el hijo mantiene una animada conversación con varias personas. Pero hay un novedoso detalle que a la madre le llama la atención: el hijo habla con mucha calma, como si midiese sus palabras, con educación, a diferencia de ocasiones anteriores, en las cuales los gritos se escuchaban en todo el bloque.
La invade un temor indómito al pensar en tener que enfrentarse por enésima vez a la enfermedad; tener que pasar por un trago tan duro como suelen ser las recaídas del hijo. La mujer, sacando fuerzas de flaqueza, golpea la puerta con los nudillos, despacio, para no sobresaltar al hijo.
― ¿Puedo pasar?
―Claro, mamá.
La madre permanece como una estatua. Mira a su hijo, severa. Luego, su mirada sobrevuela indagadora por la habitación, como si intentase descubrir dónde se escondieron las personas con las que hablaba el hijo.
― ¿Buscas algo, mamá?
La madre está desconcertada. Sopesa si responderle.
―No, hijo. Es que debo de haberme confundido. Me dio la impresión de que hablabas con alguien. Pero sería la radio.
― ¿Qué radio? Bien sabes que no tengo radio; era yo quien hablaba. Charlaba con el coronel Aureliano Buendía, y con Amaranta y Arcadio
―Pero hijo… ―Tremola la barbilla de la mujer.
―Pero no te preocupes. Son los personajes de esta novela que estoy leyendo, Cien años de soledad, de García Márquez. Los libros son como otra medicina; me ayudan a distraerme, y hablo con los personajes para así comprender mejor la historia que quieren contarme. Pero solo eso. Ni escucho sus voces, y estaría bueno que ellos me escucharan a mí, ¿no? Ni están dentro de mi cabeza ni yo estoy dentro de las suyas.
―Entonces, ¿estás bien?
― ¡Claro! Ya te prometí que haría lo imposible por no recaer, y con mis pastillas y vuestro apoyo seguro que lo consigo. Pero dime una cosa: ¿por qué lloras, mamá?
―De alegría, hijo; lloro de alegría al ver lo bien que lo estás haciendo y lo estupendo que estás.
No puede creer que esté pasando de nuevo. Tras la última crisis, el hijo le prometió que pondría todo de su parte para que no volviese a ocurrir. Durante meses, se ha dejado aconsejar por sus médicos y se ha apoyado en la familia para sentirse fuerte y comprendido. Ha sido disciplinado; ni una sola de las tomas de su medicación ha pasado por alto. Pero ahora parece como si todo se hubiese ido al garete.
"Con lo bien que se le veía… ¿cómo es posible que haya recaído otra vez?" Masculla entre dientes la mujer, la cara apoyada en la puerta del dormitorio del hijo, sobre la que parecen detonar, cual truenos cargados de angustia, los acelerados latidos de su corazón. Apenas es capaz de contener el llanto. Porque no hay duda: al otro lado, el hijo mantiene una animada conversación con varias personas. Pero hay un novedoso detalle que a la madre le llama la atención: el hijo habla con mucha calma, como si midiese sus palabras, con educación, a diferencia de ocasiones anteriores, en las cuales los gritos se escuchaban en todo el bloque.
La invade un temor indómito al pensar en tener que enfrentarse por enésima vez a la enfermedad; tener que pasar por un trago tan duro como suelen ser las recaídas del hijo. La mujer, sacando fuerzas de flaqueza, golpea la puerta con los nudillos, despacio, para no sobresaltar al hijo.
― ¿Puedo pasar?
―Claro, mamá.
La madre permanece como una estatua. Mira a su hijo, severa. Luego, su mirada sobrevuela indagadora por la habitación, como si intentase descubrir dónde se escondieron las personas con las que hablaba el hijo.
― ¿Buscas algo, mamá?
La madre está desconcertada. Sopesa si responderle.
―No, hijo. Es que debo de haberme confundido. Me dio la impresión de que hablabas con alguien. Pero sería la radio.
― ¿Qué radio? Bien sabes que no tengo radio; era yo quien hablaba. Charlaba con el coronel Aureliano Buendía, y con Amaranta y Arcadio
―Pero hijo… ―Tremola la barbilla de la mujer.
―Pero no te preocupes. Son los personajes de esta novela que estoy leyendo, Cien años de soledad, de García Márquez. Los libros son como otra medicina; me ayudan a distraerme, y hablo con los personajes para así comprender mejor la historia que quieren contarme. Pero solo eso. Ni escucho sus voces, y estaría bueno que ellos me escucharan a mí, ¿no? Ni están dentro de mi cabeza ni yo estoy dentro de las suyas.
―Entonces, ¿estás bien?
― ¡Claro! Ya te prometí que haría lo imposible por no recaer, y con mis pastillas y vuestro apoyo seguro que lo consigo. Pero dime una cosa: ¿por qué lloras, mamá?
―De alegría, hijo; lloro de alegría al ver lo bien que lo estás haciendo y lo estupendo que estás.
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