Isabel era una abuela distinta, bastante alejada de los estereotipos asignados socialmente a ese rol. En mi niñez, me preocupaba cuando venían mis amigas a mi casa y ella transitaba aquellos días en que "estaba mal" y podía decirles algo fuera de lugar.
Pero también tenía otros días, la mayoría, cuando llegaba caminando a mi casa desde la suya, poco antes de las cinco, hora en que mi mamá salía de su trabajo. La puerta sin llave propia de una vida pueblerina sin sobresaltos, le daba la oportunidad de esperar a su hija con el mate listo y de anticipar la realización de algunas tareas del hogar, como descolgar la ropa del cordel y doblarla. De esas tardes, recuerdo mucho sus silencios, sus pocas palabras, la mirada más bien baja, diciendo "lo justo y necesario", un desempeño funcional a la dinámica familiar que hacía que pensáramos que ése era su estado más "normal", quizá también porque era el que más duraba.
Hasta que, un día cualquiera, quizá luego de tres meses, la abuela no venía a casa. Mi mamá ya sabía que ésa era la señal de que había pasado a otra fase, aquélla en que se recluía, por lo menos durante quince días, a los confines de su cama, de donde no lograba levantarse, atrapada en una depresión profunda que le impedía hablar, alimentarse y hasta bañarse. De esos días recuerdo a Isabel refugiada en sus sábanas y mantas, a la mañana, a la tarde, a la noche… ocultándose de la luz hiriente del mundo, al cuidado de mi abuelo, aceptando con resignación nuestra visita.
Pasados quince días, no sólo lograba salir de su escondite, sino que trasmutaba a un estado antitético. Volvía a mi casa, pero completamente cambiada, la abuela "estaba mal" y lo expresaba en frases provocadoras e incómodas, seguramente incisivas y hasta intencionalmente agresivas. Se pintaba las uñas, fumaba, bailaba, cantaba y quizá tomaba algo de alcohol. Pero su verdadera metamorfosis se revelaba cuando dialogaba, o más bien monologaba –porque nos dejaba sin respuestas y habíamos aprendido que era mejor no contestarle-, no sólo por la originalidad y la locuacidad de su charla, sino por su gran talento para detectar el punto débil de todas las personas con quienes trataba y su desparpajo de sacarlo a la luz sin ningún tamiz y fuera de cualquier sentido de la oportunidad: "Te da donde más te duele", solíamos describirla en esta fase.
Y luego, volvía a esos días, en que "estaba bien", hablaba poco y "pertinentemente", no agredía, colaboraba en todo lo que podía…
Ya en mi adultez, la ciencia intentó aportarme conceptos como bipolaridad o síndrome maníaco depresivo que me ayudaran a comprenderla. Pero que ella era una y era todas, que era la de unos días y la de otros, que la salud mental es una construcción permanente y que depende en gran parte de lo que el contexto esté dispuesto a brindar… eso, lo aprendí con ella. Así como aprendí a quererla. Y mucho…
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