No sabías dónde vivías, con quién compartías habitación ni quienes eran las personas que, cada mañana, se ocupaban de que estuvieses bien.
No sabías muchas cosas, todas habían quedado en el olvido que, poco a poco, fue nublando tu mente. Maldito olvido.
El día que lo supe entendí que mamá no quisiera creerlo.
Estuve presente como silenciosa observadora durante uno de los tests que la neuropsicóloga te hizo. Y lo entendí todo.
Salimos los tres de la consulta, mamá, tú y yo, en aquel hospital ruidoso, con olor a desinfectante, y la miré.
—No lo ha hecho tan mal, ¿verdad? —me dijo bajito. Recuerdo que no pude contestar y solo alcé las cejas.
Después, sin llegar a darnos diagnóstico, otra doctora me entregó un cuaderno de ejercicios. Leí la portada: «Ejercicios para pacientes con Alzheimer en fase moderada». Sonriendo me dijo:
—Que haga una página de ejercicios al día.
Tú sonreías, no sabías qué era ese cuaderno como no sabías tantas cosas. Yo sentía que el corazón se me paraba.
Al salir y enseñarle a mamá el cuaderno su expresión cambió. Creo que ahí empezó a aceptarlo todo.
Nadie nos dijo nunca cuál era tu enfermedad, tuvimos que leerlo en la portada de un cuaderno de ejercicios. Han pasado años desde que esto sucedió y sigo sin creérmelo.
Meses después te visitábamos en la Residencia. No podíamos cuidarte, mamá no podía seguir, y yo vivía en otra ciudad. Ella pasó cada tarde allí, todas y cada una de las tardes en las que tú estuviste. Yo iba cada vez que podía.
Ya no podías caminar, casi no hablabas, tenías la mirada perdida.
Pero cuando me veías acercarme a ti, sonreías.
Y yo sabía que tú sabías que estaba allí por ti.
Tampoco podías comer solo. Y cada certeza de este avance de tu estado me arrancaba un trocito de alma.
Recuerdo las dos últimas tardes que compartimos.
Me costaba la vida no echarme a llorar y me sentía débil.
La penúltima tarde llevé canciones grabadas, y te las puse. Tu maravillosa voz de tenor resonó en el patio de la Residencia. Todo el mundo que pasaba se maravillaba. Y yo cantaba contigo: «Sapo de la noche, sapo cancionero, que vives soñando junto a tu laguna, no sabes acaso que la luna es fría porque dio su sangre para las estrellas». Parecía un milagro, pero no olvidaste jamás las letras de las canciones, ni dejaste de afinar, aunque tu voz no sonase igual. Seguías siendo tú. No sabías muchas cosas, pero sí sabías cómo seguir cantando. Porque eso había sido tu vida, cantar, tu voz, la música.
La última tarde llegué deprisa y corriendo. Me habían invitado a una boda, tenía que ir, y entré a darte un beso y un abrazo. No pude quedarme mucho tiempo, pero no quería saltarme la visita.
Me miraste, sonreíste y me dijiste:
«Eres fenómena».
Que era yo nunca lo olvidaste, papá, eso sí lo sabías.
Yo sigo recordándote cada día.
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