Andrés se despertó con el sonido de la alarma a las 7:15 horas, como cada día. Se calzó las zapatillas, y dio seis pasos hasta el baño, donde todos los enseres guardaban el orden escrupuloso por el que se regía su vida.
A las 8:15 salió de casa, en el momento en que Amanda cerraba la puerta de la suya.
- Buenos días, vecino. Tan puntual como siempre – le saludó ella.
- Buenos días, Amanda – contestó él mirando la maleta que ella arrastraba. - ¿Te vas de viaje?
- Voy unos días al pueblo, a disfrutar un poco del campo, que falta nos hace salir de vez en cuando de esta ciudad.
- ¿Tienes vacaciones? – preguntó él observando los pendientes desiguales, una luna y un triángulo, que adornaban su rostro.
- Bueno, ya sabes que yo teletrabajo, así que me puedo permitir cierta flexibilidad.
- Flexibilidad – repitió él enarcando las cejas. – Menuda palabrita.
- Esta sí que es buena – rio ella con una carcajada espontánea– Así que ya bromeas con tus obsesiones. Ya veo que te está funcionando la terapia.
Él esbozó una sonrisa y ella aprovechó el momento de distensión:
- ¿Por qué no te acercas el fin de semana? De verdad, el Bierzo está espectacular en otoño.
- Bueno, no sé, yo … - balbuceó él.
- No hace falta que me lo digas ahora. Piénsalo y llámame si te decides. A mí me encantaría. – añadió guiñándole un ojo.
Bajó tan apresuradamente al garaje que se olvidó de contar los escalones. Subió al coche e hizo diez respiraciones profundas con un intervalo de dos segundos entre ellas. Esa mujer le descolocaba por completo. Esa melena alborotada, esos dientes imperfectos, esas combinaciones imposibles de colores.
Durante el trayecto a la oficina, decidió que ese fin de semana lo pasaría en el Bierzo. Esta vez no la dejaría escapar. Le gustaba demasiado para echarlo todo a perder.
El viernes por la tarde, después de dos noches sin apenas dormir, se puso en marcha. A pocos kilómetros del pueblo de Amanda, comenzó a sentirse nervioso y paró en el arcén para tranquilizarse. Una sospecha cruzó su mente. Detuvo el coche en el arcén, bajó y abrió el maletero. Estaba vacío. Hizo memoria y recordó que había dejado la bolsa de viaje en el suelo mientras ajustaba el ángulo de los espejos retrovisores antes de subir al vehículo. La falta de sueño le había pasado factura.
Comenzó a sentir ese sudor frío en la frente. Sintió que no podría continuar el viaje sin su pijama escrupulosamente doblado y su neceser impecable, y lanzó al aire una maldición, mientras trataba de controlar el temblor en sus manos, las mismas que unas horas antes habían soñado con acariciar esa melena alborotada a la que esta vez no estaba dispuesto a renunciar.
Subió de nuevo al coche y se aferró al volante. Cerró los ojos, trayendo a su mente el rostro de la mujer que le esperaba a pocos kilómetros, y reanudó el viaje.
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