Cuando nací hice mi primer recuento, inconscientemente, me imagino: tres enfermeras, una comadrona, dos médicos, nueve bombillas, una madre. Desde entonces solo he ido perfeccionando mi extraña adicción a contarlo todo.
Sé que se trata de algo relativamente frecuente entre los trastornos obsesivo-compulsivos y que en psicología se estudian y se palían los efectos, según he leído en internet, pero es que nunca he considerado mi manía de contar las cosas como una enfermedad mental; es más bien una liturgia, una manera de entender la existencia a base de series numéricas, como si mi cerebro necesitase ejercicio constantemente y los números se lo facilitaran.
A pesar de ello nunca he sido bueno en matemáticas. Se me dan mejor las letras: escribir poemas, relatos, cartas de amor sin destinataria real, pequeñas obras dramáticas, artículos, opiniones… en concreto conservo cuatrocientas quince poesías, noventa y cinco relatos, catorce textos teatrales y setenta y nueve cartas amorosas.
Hoy queríamos acercarnos hasta el agua, donde las palmeras, pero una alambrada nos lo ha impedido y hemos dedicado la tarde entera a pasear y a fotografiarnos. Al volver de nuestra excursión frustrada a la playa me he puesto a repasar, primero en el visor de la cámara y luego en el ordenador, las fotografías. Entre ellas me ha llamado la atención una en la que aparece Marta, mi mujer, de espaldas, agarrada a la alambrada y mirando en la lejanía un mar inalcanzable al otro lado de un campo de flores amarillas y un palmeral idílico, con su preciosa cabellera rubia al viento y un ademán muy suyo que -evidentemente no se ve en la instantánea- sabría reconocer entre doce millones de mujeres. No sé. Me ha surcado un escalofrío sin causa contemplar a mi mujer dándome la espalda, atenazando los alambres con los dedos como si quisiera y no pudiese escapar de mí.
De hecho ha sido la única toma que he impreso en el papel, como si al materializarla me estuviera permitido darle la vuelta y ver desde el otro lado de la alambrada, en el reverso, el rostro de Marta.
En estos pensamientos andaba cuando la voz de mi hija mayor me ha reclamado a la mesa. He cenado ensalada, como casi siempre. Los gordos estamos condenados a engañar al estómago cada noche. Cuando he ingerido sesenta y cuatro granos de maíz, nueve aceitunas sin hueso, veintidós trozos de lechuga iceberg y los doce trozos minúsculos en que he desmenuzado los cincuenta gramos de pan integral, me he disculpado para abandonar la mesa y he vuelto al escritorio. La fotografía me ha parecido más bonita que antes y no lo he podido remediar: se cuentan doscientos sesenta y ocho rombos de alambre, setecientas cincuenta y cuatro flores amarillas, treinta y siete palmeras y…sí, con éstas últimas, las cuatrocientas noventa y nueve palabras –las bases exigen menos de quinientas- además de cuarenta y una comas, diez puntos seguidos, cinco puntos y aparte, un punto y coma, dos puntos suspensivos y este punto final.
De hecho ha sido la única toma que he impreso en el papel, como si al materializarla me estuviera permitido darle la vuelta y ver desde el otro lado de la alambrada, en el reverso, el rostro de Marta.
En estos pensamientos andaba cuando la voz de mi hija mayor me ha reclamado a la mesa. He cenado ensalada, como casi siempre. Los gordos estamos condenados a engañar al estómago cada noche. Cuando he ingerido sesenta y cuatro granos de maíz, nueve aceitunas sin hueso, veintidós trozos de lechuga iceberg y los doce trozos minúsculos en que he desmenuzado los cincuenta gramos de pan integral, me he disculpado para abandonar la mesa y he vuelto al escritorio. La fotografía me ha parecido más bonita que antes y no lo he podido remediar: se cuentan doscientos sesenta y ocho rombos de alambre, setecientas cincuenta y cuatro flores amarillas, treinta y siete palmeras y…sí, con éstas últimas, las cuatrocientas noventa y nueve palabras –las bases exigen menos de quinientas- además de cuarenta y una comas, diez puntos seguidos, cinco puntos y aparte, un punto y coma, dos puntos suspensivos y este punto final.
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