Ruth es enfermera de la Unidad durante seis meses al año. Se turna con Lourdes. La que no está con nosotros está en La Casita. Todos prefieren a Lourdes porque es cálida, emotiva y de unos ojos morenos que, en los peores momentos, dicen: está bien. Ruth es marcial, enérgica y caliente y yo respeto profundamente su cabello de azafrán. La Casita es un centro de internamiento para pacientes peligrosos o desahuciados. Allí no se hace terapia no farmacológica. De vuelta a casa pienso en el dolor del equipo, en su férrea salud mental.
En el grupo somos ocho chicas y dos chicos. El doctor dice que no es que las mujeres estemos más locas sino que tenemos más posibilidades de acabar en terapia clínica. Nuestros síntomas son más evidentes incluso para padres primerizos o esquivos. Las chicas preocupan, los chicos disputan. Sus arrebatos psicóticos resultan naturales hasta que dejan de ser legítimos; nosotras proyectamos esa sana necesidad de ejercer la violencia genéricamente contra una misma. Ellos se pegan, se matan entre sí y a nosotras. Hay cementerios y psiquiátricos llenos de mujeres, cárceles llenas de hombres; en todas partes, poetas.
En la sala pequeña hablamos de cosas más íntimas que en la grande. Los momentos realmente grotescos suceden en el zulo, los martes. A Esther la violó su tío cuando tenía once años. La única vez que puso el suceso en palabras provocó una catarsis familiar incurable. Esther ha hecho suya la culpa de aquella escisión colateral. También: se ha esforzado tanto en borrar el recuerdo del armario que ya no distingue qué fue y qué no. Ruth lleva meses intentando que hable. Ha terminado un máster universitario y no es capaz de pronunciar cuatro palabras, seis sílabas. Resulta cruel.
Un martes la psicóloga interpela al grupo. Agresivo, cuando ese día Esther no tiene pinta de querer intervenir. Resaca bulímica, parece. Habla Jaime. Abre y cierra las compuertas. Habla Paola: yo he perdonado la violación, no el abandono. Habla Ruth:
– ¿Quién de esta sala ha sido abusado?
Manos apocadas alzándose sobre cabezas culpables. Esther cede la última. Leo y yo retorcemos las nuestras, calladas. Son ocho de diez. A Paola no le cuesta hablar. Eran tres niños en una barriada de Cali. Yo era más consciente de lo que estaba sucediendo que ellos. No me forzaron aunque pudieron. Creo que no quería; tampoco supe evitarlo. Fue rápido. Eran tres. Eran niños. No hay rencor. Seis relatos después Esther recuerda que él le dijo que estaban jugando: tenemos que escondernos. La mete en el armario ropero que hay en la habitación de invitados y trastos. Cada vez que abro el armario imagino una escena diferente: a veces le veo sacársela, le pego. Le dejo. ¿Invariable es el olor a sudor y suavizante o una mano pegajosa en la boca y otra bajo las flores? Me dijo: siéntate aquí, en mis rodillas. No sabe qué fue real y qué no, salvo ese olor adulto y el vestido.
– Me violó el tío.
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