La ruleta del etiquetado clásico comienza a girar desde el propio día en que nacemos. En algunas etapas, su acción moldeadora se revela como una guía distorsionada que dirige, ordena y clasifica cada pieza en una pantomima social diseñada con escasa flexibilidad. La adolescencia se muestra como un territorio convulso de aprendizaje y descubrimientos apasionados. Se manejan y se asimilan con toda naturalidad ciertos códigos destructivos.
Quien completa esa travesía confusa ha adquirido una nueva mentalidad. Las cicatrices son invisibles y poco se deduce a simple vista de la profundidad de las heridas producidas por los ataques al diferente, al inadaptado, al impopular, al que quizá haya renunciado a algunas de sus inquietudes intelectuales o sus tendencias naturales por sentir, a modo de recompensa, la integración en el microcosmos del barrio, por lograr un mayor grado de aceptación entre los miembros de su propia generación, por más que reconozca desde un principio que muchos de ellos arrastran vicios insanos y malinterpretan la competitividad y la rebeldía.
Qué problema vas a tener si cuentas con un plato de comida sobre la mesa. Si el profesorado no te propina latigazos. Si no tienes que pagar una hipoteca. No hagas caso a los compañeros que te menosprecian. Algún día madurarán. Será que todos disponemos de empatía y conciencia.
Entonces se abre paso el colectivo de apoyo. El universo adulto que cree haberlo experimentado todo. Una vivencia íntima jamás resulta completamente transmisible aunque surjan puntos de identificación. Todo se ajusta con calzador a esquemas preconcebidos. Nadie intuye que el necio afirma y el sabio duda. Por lo general, se dogmatiza demasiado y con un exceso de vehemencia.
Será que no hay lagunas ni matices que descubrir. Un detalle sutil que pasa desapercibido a ojos de terceras persona puede cobrar un significado de potencial incalculable. Las tácticas de manipulación de falsas amistades sin escrúpulos pueden alcanzar un grado de crueldad que sobrepasa la imaginación de una perspectiva cándida.
Siempre irrumpe la vieja técnica: aportas interrogantes y recibes, con toda desfachatez, la acusación de considerarte dueño de la verdad absoluta. En un tono amable o brusco, amigable o autoritario, el grupo bienintencionado pretende limitar radicalmente tu espacio de elección, el sendero que recorrerás sin convicción por no tratarse ya de la búsqueda voluntaria y confiada, acertada o no, de un destino inspirador o ilusionante.
Pasan los años. También las décadas. Aumenta la sensación de libertad. Quienes te han confundido con una propiedad particular ya no poseen recursos para anularte. Pretendes ser quien deseas ser. Pero ya ni siquiera lo recuerdas.
Alrededor, los discursos apenas varían. Simplemente eres un amargado. Te condena tu flaqueza interior. Le das muchas vueltas a todo. La clave consiste en cambiar tu actitud. Así explota una nube de etiquetas que te rodea allá donde vas. Has entrado en la espiral de la incomprensión. Una nueva lucha que afrontar después de haberte derrumbado anímicamente.
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