Eugenia era psicóloga infantil en el Centro de Salud Mental de La Magdalena. Llevaba en ese mismo puesto más de veinte años.
Tenía un trabajo muy absorbente. Trabajar con niños era muy delicado, sobre todo cuando ya entraban en la preadolescencia y venían a consulta creyendo que el mundo estaba contra ellos.
De vez en cuando echaba mano a antiguos expedientes que le hacían recordar cuán vulnerable es la mente humana.
En ese momento tenía un caso de hacía ocho años. La paciente era Marta, una niña de once años en aquel momento. Cuando terminó la terapia con ella tenía quince. Lo recordaba bien porque se empeñó en seguir tratándola a pesar de que por edad ya no le correspondía.
Recordaba también perfectamente a su angustiado padre cuando llegó con ella el primer día a consulta y le explicó el caso.
Marta era una niña según su padre, muy rebelde, irascible, que traía a su madre por el camino de la amargura llegándola incluso a agredir.
Marta tenía esa expresión dura de quien se cree vapuleada por la vida, los labios apretados, miraba con cara de circunstancias y de pocos amigos mientras escuchaba a su padre. "Ya no sabemos que hacer con ella" sentenció ese hombre.
Después de escuchar con atención lo que me relataba le pedí que me dejara a solas con ella. Una vez salió de la consulta le pedí a Marta que me contara su versión.
Me describió un mundo en el que era poco menos que una mártir. En el colegio tenía una compañera que se metía mucho con ella. Sus padres se habían separado hacía unos años y se habían quedado a vivir con su madre, su hermano y ella.
Su hermano según me contaba, le pegaba y nadie la creía porque Juán era el "niño bueno", siempre la culpaban de todo lo que pasaba en casa. Su padre nunca se ponía en su lugar y su madre al parecer tampoco la creía demasiado.
Vi a una niña muy angustiada, con una relación afectiva muy preocupante.
Decidí verla en dos semanas acompañada de su madre.
Su madre me pareció una mujer superada por el carácter de su hija, una persona débil que compensaba su frustración con oportunidades creyendo que su hija cambiaría, le levantaba los castigos cada vez que Marta le decía que no lo haría más pero solo conseguía convertir a su hija en una tirana con cada vez mayor poder.
Fueron pasando las sesiones, las semanas, los meses y los años. Traté a esa niña y fui viendo como su carácter irascible iba aflojando, al menos según me decía su madre, los gritos, portazos y agresiones se eliminaron. Seguían teniendo problemas afectivos pero Sandra fue capaz de entender que las cosas no se consiguen con un "¡QUE ME LO DES!".
Empezó a respetar el criterio de su madre y esta a no temer a su hija, a salir con ella sin resentimiento.
Consiguieron darse una oportunidad.
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