Al pequeño Mihail Dresdev le regalaron una tortuga por su noveno cumpleaños. Su tio Tamas la encontró en una de sus excursiones por el río Raba. La tortuga era negra, con motas de un amarillo apagado, del tamaño de una mano extendida.
Tras unos días en los que el pequeño se dedicó a observar meticulosamente al animal, y en los que si lo alimentó con lechuga, fue para observar cómo se desarrollaba el proceso, sus padres no pudieron resistir la tentación de preguntarle a qué se debía tanta observación. Mihail, dulce e impasible, contestó: las tortugas comen lechuga.
Este tipo de frases, que en cualquier otra persona denotarían simplicidad de pensamiento, resonaban en boca de Mihail como proverbios y dejaban a sus padres en un estado que fluctuaba entre la admiración y el horror. Sus progenitores constataron además que el pequeño había enlentencido sus movimientos para equipararlos a los de la tortuga. Ante las preguntas de la familia, Mihail se prodigaba en su habitual tipo de respuesta. La tortuga camina lento. Es duro transportar un caparazón. En tres horas llegará a la sombra de aquel pino.
Preocupados, sus padres lo llevaron a un médico de Budapest, conocido por su habilidad en los casos de locura infantil. Pero el doctor Nágy no estaba preparado para Mijahil. Nada más tomar asiento, el doctor le preguntó que cómo se sentía. Tras unos minutos de un silencio cálido y pegajoso, como de piel de tortuga, Mihail le respondió: bien, ¿y usted?.
Las sencillas palabras resonaron en la sala como si estuviesen escritas en piedra. El médico enmudeció: no podía determinar si el niño era un santo, un loco, un artista en ciernes o alguna mezcla de cualquiera de ellas. Ante la expresión desencajada del doctor, Mihail intervino: no se preocupe usted, se le pasarán los nervios, solo tiene que caminar más lento. El doctor Nágy se deshizo de la situación con un diagnóstico de niño con altas capacidades intelectuales y aconsejó a los padres que, mientras no se dañase ni perjudicase a nadie, le dejasen hacer.
Pero tras este episodio, el padre de Mihail, completamente deseoso de comprobar que su hijo no era un psicópata y que había venido al mundo aprovisionado de las mismas emociones que el resto de las personas, agarró a la tortuga en presencia del pequeño.
Era una tarde soleada de mayo. El padre de Mihail, con un martillo en la otra mano, amenazó con reventar la tortuga si su hijo no adquiría la velocidad humana al uso. Una gran lágrima, ovalada y cristalina, se precipitó contra el suelo. Era la primera vez que veían llorar a su hijo. El joven Mihail prometió moverse al ritmo de los demás.
Al tiempo que recuperaba su tortuga ya estaba prometiéndose a si mismo que compensaría el exceso de velocidad de su cuerpo con la lentitud de su mente, y comenzó a ejercitarse en ello. A la mañana siguiente, tras derramar otra lágrima idéntica a la primera, devolvió su tortuga al río Raba.
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