Debía llamar por teléfono a la señora Gutiérrez. Debí llamarla el lunes, luego el martes, también el miércoles, incluso el viernes. Pero no lo hice. Pensaba en los momentos en los que la señora Gutiérrez se habría parado a pensar que Martina no la telefoneaba. Quizás, sería más fácil mandar un mensaje… O más bien un correo. Pero qué poco profesional, ¿no? Lo ideal sería hablarlo en persona, eso especificó ella cuando nos encontramos casualmente en el supermercado. Su número estaba apuntado en un pósit de mi habitación, pegado a mi escritorio. Cada vez que lo veía, el pecho se me encogía un poco más. Al final, tuve que tirarlo; rompí ese pósit en mil pedazos si cabe, había estado allí plantado, amargándome la semana, un simple trozo de papel.
Entonces me sentí libre de nuevo. Esa sensación de libertad duró aproximadamente medio día, cuando empecé a notar el sentimiento de culpa. El pósit ya no estaba en mi escritorio, ahora se había mudado al interior de mi cabeza. Los números —ya separados y rotos— revoloteaban por mi tórax, atascándose entre mis costillas. Intenté toser en varias ocasiones, pues no me dejaban respirar con normalidad. Practiqué algunos ejercicios de respiración, pero con los latidos de mi corazón era imposible concentrarse. Lamenté haber ido al supermercado, y brotaron algunas lágrimas de ese lamento. ¿Quién llora por haber tirado un pósit? Eso fue lo que pensé. Me sentí mal conmigo misma, comí en exceso, y volvió a dolerme el estómago. Mi madre me preguntó, ¿qué te ha dicho al final la señora Gutiérrez? Y yo le mentí, por miedo a sentirme juzgada. El ciclo volvió a repetirse y todavía tengo el pósit atascado.
Pero lo he traído, doctora Vega. El de verdad, el que tiré a la papelera, y me preguntaba si podríamos recomponerlo. Quizás con tu apoyo, consiga llamar a la señora Gutiérrez. Al final, todos tenemos nuestros miedos, ¿no? Y creo que es normal necesitar ayuda. Me di cuenta, de que no quería que mi salud mental dependa de una llamada… ni de un pósit.
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