Reía. Como si el mundo se hubiera detenido a su alrededor, como si el del columpio fuera el único impulso capaz de seguir haciendo girar la Tierra y su risa el combustible imprescindible para hacerlo, reía a carcajadas, entregada por completo a aquel papel de heroína salvadora, mientras el constante vaivén alborotaba su pelo. Entre los mechones que se enredaban traviesos ante sus ojos podía intuir el sol, majestuoso, deslumbrante, cada vez que el chirrido de las cadenas se detenía al elevarla a lo más alto; y hasta le parecía que pudiera tocarlo con la punta de los dedos si estiraba los brazos. No podía parar de reír en aquel ir y venir que fundía el azul celeste con imágenes difuminadas de los árboles, los edificios, las farolas y todo cuanto rodeaba aquella burbuja de paz. Exultante, relajada, feliz… Hacía tiempo, mucho tiempo, que no sentía aquella calma, que no cedía al placer de arrinconar una mente gangrenada y poner la suya en blanco. Y nada parecía poder contener aquellas risotadas despreocupadas.
Atrapada por ellas, una niña con vestido de alegres colores y diadema a juego, entregada pasivamente al ir y venir de otro columpio cuya oscilación se agotaba a escasos diez metros, la miraba boquiabierta, embelesada, como celosa de aquella felicidad, mientras su padre, ensimismado en la pantalla de su celular último modelo recién estrenado, la relegada al papel de no más que una mera criatura extraña secundaria en aquel cuadro de pinceladas surrealistas.
Él hombre que la acompañaba no reía. Pulcramente vestido y peinado, conservando la elegancia que, a buen seguro, un día le había hecho destacar entre los guapos, no más que esbozaba una mueca a modo de sonrisa torcida cada vez que semiflexionaba la pierna para coger impulso e imprimir fuerza a cada nuevo empujón que dejaba posar amorosamente sobre su espalda. Hacía años que no sabía reír, y si alguna vez había sabido hacerlo, su mente ya lo había olvidado. De hecho, tampoco sabía si iba o venía, si tenía calor o frío, si desayunaba o cenaba, si conocía a aquella pareja que de vez en cuando le visitaba y con la que le sentaban a tomar chocolate, siempre al lado de ella, los domingos cada quince días. Tampoco sabía por qué estaba en aquel parque, ni por qué aquella niña había clavado sus ojos en él, ni por qué aquel hombre del banco parecía abducido por el aparato que sostenía entre sus manos… Ni siquiera entendía por qué empujaba a aquella mujer que con inmensa ternura le había mirado a los ojos y, con tono suave, gestos delicados y palabras pausadas, le había pedido que la columpiara, si no sabía ni su nombre (aunque hubiera compartido con ella 53 años). Pero seguía empujándola alentado por sus carcajadas. Quizá se lo debía.
Atrapada por ellas, una niña con vestido de alegres colores y diadema a juego, entregada pasivamente al ir y venir de otro columpio cuya oscilación se agotaba a escasos diez metros, la miraba boquiabierta, embelesada, como celosa de aquella felicidad, mientras su padre, ensimismado en la pantalla de su celular último modelo recién estrenado, la relegada al papel de no más que una mera criatura extraña secundaria en aquel cuadro de pinceladas surrealistas.
Él hombre que la acompañaba no reía. Pulcramente vestido y peinado, conservando la elegancia que, a buen seguro, un día le había hecho destacar entre los guapos, no más que esbozaba una mueca a modo de sonrisa torcida cada vez que semiflexionaba la pierna para coger impulso e imprimir fuerza a cada nuevo empujón que dejaba posar amorosamente sobre su espalda. Hacía años que no sabía reír, y si alguna vez había sabido hacerlo, su mente ya lo había olvidado. De hecho, tampoco sabía si iba o venía, si tenía calor o frío, si desayunaba o cenaba, si conocía a aquella pareja que de vez en cuando le visitaba y con la que le sentaban a tomar chocolate, siempre al lado de ella, los domingos cada quince días. Tampoco sabía por qué estaba en aquel parque, ni por qué aquella niña había clavado sus ojos en él, ni por qué aquel hombre del banco parecía abducido por el aparato que sostenía entre sus manos… Ni siquiera entendía por qué empujaba a aquella mujer que con inmensa ternura le había mirado a los ojos y, con tono suave, gestos delicados y palabras pausadas, le había pedido que la columpiara, si no sabía ni su nombre (aunque hubiera compartido con ella 53 años). Pero seguía empujándola alentado por sus carcajadas. Quizá se lo debía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario