miércoles, 5 de mayo de 2021

Omatofobia


    Creía que el verso confirmaba su miedo cerval a las miradas intensas y a las lánguidas, a las que parecían dulces o soñadoras, a los ojos grandes y a los pequeños y chispeantes, a los alegres tanto como a los tristes. Temía a los iris caprichosos, fueran grises, azules, verdes, castaños o negros, a los mezclados, a los punteados y a los rayados. A las pupilas inquietas, inquisidoras o atrevidas. No sabía que es una enfermedad mental llamada «omatofobia».

Fui su psiquiatra de cabecera y estuve casi seis meses tratándole una vez por semana. Mi terapia consistió en mostrarle ejemplos de grandes personas, buenas, bellas. Hombres y mujeres que tuvieron una influencia benéfica para el mundo. Le hacía leer un pequeño resumen de su vida y luego le ofrecía una foto de sus ojos, para que buscase en su mirada amor, inteligencia o bondad. Con suavidad, fui introduciendo entre esas fotografías las de modelos, cantantes y gente corriente, de la calle. Cualquiera con unos ojos interesantes o sugerentes. Las últimas sesiones fueron difíciles, incluso noté cierto retroceso, ya que, sin ocultárselo, le sugerí observar retratos de malvados, de asesinos, terroristas o genocidas. Logró superarlo y entender que no era tan obvio que sus ojos reflejasen fielmente la maldad. Los actores acabaron de confirmar su curación. Comprendió que la mirada puede trabajarse. Que quizá deberíamos temer más a las personas por su pensamiento y sus actos que por la expresión de sus ojos.

Al cabo de ese tiempo pude darle el alta. Lograba mantener la mirada durante varios segundos y, tras un par de parpadeos en otra dirección, era capaz de volver a sostenerla. En ocasiones se relajaba y no necesitaba siquiera esa distracción. Su vida personal y laboral mejoró enormemente. Fue capaz de retomar y acabar sus estudios de Literatura, la pasión de su vida. Mi terapia tuvo un éxito tan grande que decidí trabajarla como Tesis Doctoral. Obtuve una Matrícula de Honor.

Cierto tiempo después supe que apareció Blanca, la ciega, tan hermosa. La de los ojos «no ojos», sin luz ni expresión, y la mirada vaga, siempre un poco más alta y lejana de lo que debería. Lo enamoró hasta lo más profundo de los huesos. Celebraron su boda en un salón lleno de luz natural que entraba por grandes ventanales. La decoración fue toda blanca, como su nombre, como sus ojos: cortinas, manteles, vajillas, flores. El blanco vestido de ella, el velo blanco de la pureza; el traje de él, como de indiano tropical, de un blanco hueso. El deslumbrante blanco de las olas de nata en la enorme tarta nupcial. Blancos el marfil y el nácar de la espada que tanto le costó hallar para partirla.

Durante aquellos instantes, mientras la sangre manaba a borbotones del tajo de su garganta, asestado por su mano inocente y sus ojos ciegos, la miró fijamente y vio que eran, en verdad, los mismísimos ojos de la muerte.

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