Anselmo está en medio de la selva. Nervioso, busca un punto que le permita orientarse.
Todo es extraño aunque es posible que el paisaje resulte familiar. "Qué más da" resuelve, mientras el corazón bombea sangre con fuerza recorriendo su cuerpo encorvado.
"Pedro, Martina, Silvia, Carlos y Jorge", repite en un ejercicio que cada vez le cuesta más. De pronto le falta Pedro. Luego Martina. A veces Carlos. Pero nunca Jorge.
-Si tan siquiera estuvieses… Musita al descubrir las nubes prestas al bombardeo. Entonces se da cuenta de que no lleva paraguas y emerge la imagen de su padre que jamás salía a la calle sin uno bajo el brazo.
-Me va a pillar la lluvia. Lamenta y da un paso adelante.
"Claudia", se dice, evocando a su compañera. Pero ella se marchó envuelta en aroma de lavanda desafiando una enfermedad crónica.
Anselmo, siempre fue un romántico hasta que lo asaltó un delincuente apellidado Alzhéimer. De pronto, su cerebro se inundó de lagunas. Una mañana olvidó dónde había puesto las llaves del coche; una tarde, el nombre de la calle donde vivía; una noche se despertó sobresaltado porque había dejando abierta la espita del gas. Ya nada estaba donde debía. O donde creía. La ciudad se transformó en un territorio ignoto donde el peligro acechaba en una esquina.
Arrebatado, camina sin rumbo rodeado de espectros que se desvanecen al menor contacto, voces que suenan distantes, palabras que carecen de sentido, canciones sin autor ni melodía reconocible, sonidos que no son más que ruido para su conocimiento limitado a un retroceso de delirio infinito, allá donde se apagan las luces de la razón y la penumbra se apodera de los últimas trincheras de su memoria.
-¿Dónde estoy? Pregunta a un roble de fuertes raíces cuando el cielo llora. La primera gota cae en la frente; la segunda es fría como el agua derramada en la pila bautismal; la tercera presagia la tormenta que se avecina. Anselmo se estremece. Se ve desnudo, desprotegido, una hoja vencida a merced del viento. Pero la vida tiene sorpresas que la gente llama suerte.
-¡Abuelo! Te dejaste el paraguas.
No es su voz ni ese rostro pintado de pecas. Tampoco ese cabello rubio y alborotado ni sus brazos que agita con un paraguas en la mano; menos aquellos ojos limpios e inocentes. Es otra cosa, una descarga que aviva una llama que nunca se apaga.
-Oh, gracias Jorge. No sé qué haría sin ti.
Anselmo sonríe triunfante. Ni siquiera el tal Alzhéimer puede con eso que algunos llaman amor.
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