Maxi es feliz. Cuando suena el timbre, acude presuroso a la puerta con pasitos cortos y el rostro iluminado por la novedad siempre mágica del momento. Al toparse en el pasillo con el visitante de turno, se le atropellan las emociones del día en su cabecita y su lengua de trapo intenta referirlas todas de una vez, en una salmodia caótica construida con las escasas doscientas palabras que componen su vocabulario.
Todos quieren a Maxi. Le traen golosinas y cuadernos para pintar que devuelve a su tiempo, como un niño bien aplicado que es, aunque le sigue costando no salirse de los bordes. Por las noches, su menudo corazón se duerme sin esfuerzo, abandonándose a la promesa de una nueva mañana.
El domingo que viene, Maxi cumplirá 50 años. Los celebrará en su casa, rodeado de todos los amigos con los que convive. En esa casa que los que no la conocen bien por dentro llaman «centro de salud mental». Él no lo sabe, pero su alma limpia e inocente ha moldeado la de muchos hombres y mujeres, todos aquellos cuidadores y voluntarios que han pasado por su vida y que han llegado a comprender que la mayor madurez que nos es dado alcanzar tiene mucho que ver con una infancia espiritual como la de Maxi, alimentada con la ternura hacia los demás y con el asombro sincero ante el mundo.
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