El silencio dentro de la mina Victoria apacigua el barullo de ideas que reina en la cabeza de Isabel. Le recuerda al que percibe cuando aguarda, sola como un menhir, su turno en la sala de espera de la planta de salud mental del hospital de Burgos. Le agrada flotar en el estanque del sosiego y sentirse audaz frente a los envites del ansia, aunque enseguida echa a correr por la galería porque de súbito ruge la marabunta del derrumbe. El miedo, aliado con el instinto de supervivencia, se le encajona en la piel y las ganas de respirar oxígeno puro azuzan el trance de las zancadas. Otras compañeras gusanean a su lado con pánico idéntico hincado en los pulmones, entre empellones apresurados y olvidos urgentes. Un alarido forrado de pavor retumba en el eco de los socavones y el batiburrillo de los cascos se desperdiga por el suelo resbaladizo. Alguien llama a Isabel entre el remolino de siluetas que huyen y ella se gira para ver el rostro aterrado de la morena que separa la salbanda de la roca estéril. La observa durante un segundo, en medio de la penumbra, como si fuera la hermana gemela que a veces cree tener y ambas estuvieran jadeando con emoción verbenera de fiesta patronal. Luego sigue corriendo y recuerda a su madre que, en una tarde de confianza agosteña, le aconsejó irse a Barcelona porque las minas de Puras eran más falsas que las víboras de los bancales de la sierra de la Demanda. Era una máxima modelada por la experiencia de cuatro décadas ofrecidas a testeros y chimeneas, unas palabras probas que en aquel entonces ella no entendió del todo. Continúa galopando y tropieza una y otra vez, entre toses corrompidas y hastiales emperrados en devolver sombras de mentirijillas, con el veneno grueso de la escoria tupiéndole la nariz con una muralla de mocos arcillosos. A la postre, encastrada en un trajín de mil demonios, distingue cómo la salvación, en la entrada del túnel, se manifiesta con forma de miajas de claridad diurna. En el exterior de la mina de manganeso, bajo un cielo de nubes plomizas, corrillos de gente coronada por la incertidumbre rumorea la suma de once heridas. Las mineras ilesas, con la pica de la tranquilidad clavada por un momento en el disgusto del alma, se apiñan en torno al cuadrilátero de la cabaña que sirve de enfermería mientras una pandilla de niñas, serias como piedras milenarias, atiende a las enseñanzas del suceso. Entretanto Isabel, aún sedienta en la bocamina, se emboba envidiando la libertad de un azor disecado en la inmensidad del cielo hasta que de repente, más consciente que nunca, echa en falta a la morena y, haciendo de tripas corazón, da media vuelta en pos del gran silencio del que tanto le habla al siquiatra.
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