Siempre me sucede igual con cualquier canción, Doctor. No importa el género sorpresivo con el que el disc-jockey embargue el aire de la fiesta o levante el polvo de la pista con los bajos potentes de sus bafles, no depende ni siquiera del compás bamboleante de su rítmica o la métrica milimétrica de sus tres cuartos, ella siempre está ahí. Cada acorde percutido desde la consola escurre su recuerdo diáfano hasta mis oídos y ya dentro de mi cabeza se esconde como sólo ella podría hacerlo, tras los soles y bemoles de la partitura de turno.
Al principio me asusté, pero luego me resigné a evitarlo de la misma forma que usted se resignará a tratarlo. Pero hágame el contrajuramento hipocrático de que nunca intentará contrarrestar mis delirios lacónicos con medicación alguna, por favor. Entienda que esta es la única forma que tengo para estar con ella y llenar con los rezagos de su memoria el vacío abismal que el silencio de su ausencia abrió en mi pecho a golpes de dolor.
La primera canción que bailamos fue una que nunca existió, sonó sin volumen en una noche despejada mientras caminábamos por una calle de ningún lugar. Fue cuando en un repentino acto de coraje suicida que sólo los amantes desesperados entienden la tomé de la mano y le propuse que bailáramos. "Pero no tenemos música" fue lo único que me dijo cuando sorprendentemente, contra todo pronóstico y sin mucha dificultad accedió a seguirme la corriente en mis disparates callejeros de esa noche trémula de marzo, "No te preocupes, no la necesitamos". Entonces se deslizó entre mis brazos con la misma gracia del agua que se esfuma entre los dedos, mientras yo intentaba contener tal derroche de esplendor ante el cual mis rodillas aún hoy no pueden reaccionar.
La primera canción que bailamos fue una que nunca existió, sonó sin volumen en una noche despejada mientras caminábamos por una calle de ningún lugar. Fue cuando en un repentino acto de coraje suicida que sólo los amantes desesperados entienden la tomé de la mano y le propuse que bailáramos. "Pero no tenemos música" fue lo único que me dijo cuando sorprendentemente, contra todo pronóstico y sin mucha dificultad accedió a seguirme la corriente en mis disparates callejeros de esa noche trémula de marzo, "No te preocupes, no la necesitamos". Entonces se deslizó entre mis brazos con la misma gracia del agua que se esfuma entre los dedos, mientras yo intentaba contener tal derroche de esplendor ante el cual mis rodillas aún hoy no pueden reaccionar.
Esa es mi maldición, Doctor. No importa la hora que sea, el lugar donde me encuentre o a quién tenga enfrente, cuando bailo los ojos se me cierran en un bizarro instinto que no logro atajar y la veo a ella de nuevo, sonriéndome desde lo más profundo de mi nostalgia, al tiempo que me hipnotiza con los hoyuelos de sus mejillas que sabe que me fascinan. Una y otra vez, caen mis párpados, olvido el estruendo sórdido de la fiesta y vuelvo a aquella noche, a aquella calle, con aquella luna sólo para bailar con ella nuestra canción, la que no tiene letra, la que no tiene notas, la que simplemente nos tiene a los dos. Entonces terminan los acordes que me transportan a su encuentro y vuelvo a la realidad, abro los ojos lentamente mientras me despido de ella hasta la próxima canción donde nos veremos de nuevo en el lugar que sólo ella conoce.
Mis amigos se burlan de mí porque dicen que a veces parezco estar bailando sólo, yo me burlo de ellos porque no comprenden que nunca estoy sólo, ella siempre es mi pareja. Ella es la única con la que quiero bailar.
Mis amigos se burlan de mí porque dicen que a veces parezco estar bailando sólo, yo me burlo de ellos porque no comprenden que nunca estoy sólo, ella siempre es mi pareja. Ella es la única con la que quiero bailar.
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