De pequeña le encantaba jugar a las estatuas. Los nervios que producían una risa tonta esperando a que se apagara la música y oír la voz que decía: ¡estatuas!
De eso hacía ya muchos años… Ahora sentada en el sofá, no entendía nada de lo que estaba pasando. No había música, estaba ella sola, sin jugar pero transformada en estatua.
Decían que tenía una bonita sonrisa, una de esas que toca el corazón del que está delante, como si transmitiera por ondas. Eso decían… Consiguió levantarse del sofá y mirarse en un espejo. Sin rastro de la sonrisa, sin rastro de magia que llegara al corazón de los otros.
No le gustaba mirarse porque no se reconocía. Era como estar en un parque de atracciones, delante de uno de esos espejos que te devuelven un tú que no eres tú.
Pensó en cómo empezó todo, y recordó los mareos. Levantarse y tener que agarrarse porque perdía el equilibrio. Visitas al médico, seguidas de pruebas y medicación, hasta que oyó las palabras que la dejaron paralizada, y se convirtió en estatua una vez más. –Ya no puedo hacer nada más, deberías visitar al psiquiatra.
Y fue. Y no paró de llorar. Lloró toda la pena que tenía guardada dentro. La había ido dejando salir de a poquitos, pero ahí, delante de un doctor de barba blanca, con semejanza a Santa Claus, se rompió en mil pedazos.
Le siguieron las visitas a la psicóloga que el primer día se le antojó invasiva, no entendía el porqué de tantas preguntas, pero poco a poco lo fue entendiendo. Lo único que quería era dejar de llorar. Estar tranquila y reír de nuevo.
En el fondo del pozo, era incapaz de ver posibilidad alguna de salida. Estaba tan oscuro, y ella seguía quieta. Otra vez jugando sin querer a su juego preferido. Estatuas. ¿Pero por qué no sonaba la música para que pudiera volverse a mover y bailar?
De hecho la música sí que sonaba, pero ella no la oía.
Llevaba el baloncesto en la sangre, dio por sentado que de ahí venía el triple que le acababan de anotar. Depresión, ansiedad y estrés.
Entonces llegó el día de una boda familiar a la que le aterraba ir.
Al llegar el momento del baile lo supo. Oyó la música por primera vez en mucho tiempo y sintió ganas de bailar. Cerró los ojos, y a través de la oscuridad que había en el fondo del pozo, le llegó un rayo de luz, y la vio. Vio una cuerda por la que podía subir. Llevaba tanto tiempo allí que se le antojaba invisible. Esa cuerda la habían trenzado para ella, su pareja, su familia y sus amigos. Les ayudaron a atarla bien fuerte, una psicóloga con nombre de hada, y un psiquiatra con nombre de color de pelo.
Se cogió fuerte a la cuerda y cual ave fénix renació.
Un día abrió la puerta del estudio y no lo dudó. Querría tatuarme "Sourire" por favor.
Decían que tenía una bonita sonrisa, una de esas que toca el corazón del que está delante, como si transmitiera por ondas. Eso decían… Consiguió levantarse del sofá y mirarse en un espejo. Sin rastro de la sonrisa, sin rastro de magia que llegara al corazón de los otros.
No le gustaba mirarse porque no se reconocía. Era como estar en un parque de atracciones, delante de uno de esos espejos que te devuelven un tú que no eres tú.
Pensó en cómo empezó todo, y recordó los mareos. Levantarse y tener que agarrarse porque perdía el equilibrio. Visitas al médico, seguidas de pruebas y medicación, hasta que oyó las palabras que la dejaron paralizada, y se convirtió en estatua una vez más. –Ya no puedo hacer nada más, deberías visitar al psiquiatra.
Y fue. Y no paró de llorar. Lloró toda la pena que tenía guardada dentro. La había ido dejando salir de a poquitos, pero ahí, delante de un doctor de barba blanca, con semejanza a Santa Claus, se rompió en mil pedazos.
Le siguieron las visitas a la psicóloga que el primer día se le antojó invasiva, no entendía el porqué de tantas preguntas, pero poco a poco lo fue entendiendo. Lo único que quería era dejar de llorar. Estar tranquila y reír de nuevo.
En el fondo del pozo, era incapaz de ver posibilidad alguna de salida. Estaba tan oscuro, y ella seguía quieta. Otra vez jugando sin querer a su juego preferido. Estatuas. ¿Pero por qué no sonaba la música para que pudiera volverse a mover y bailar?
De hecho la música sí que sonaba, pero ella no la oía.
Llevaba el baloncesto en la sangre, dio por sentado que de ahí venía el triple que le acababan de anotar. Depresión, ansiedad y estrés.
Entonces llegó el día de una boda familiar a la que le aterraba ir.
Al llegar el momento del baile lo supo. Oyó la música por primera vez en mucho tiempo y sintió ganas de bailar. Cerró los ojos, y a través de la oscuridad que había en el fondo del pozo, le llegó un rayo de luz, y la vio. Vio una cuerda por la que podía subir. Llevaba tanto tiempo allí que se le antojaba invisible. Esa cuerda la habían trenzado para ella, su pareja, su familia y sus amigos. Les ayudaron a atarla bien fuerte, una psicóloga con nombre de hada, y un psiquiatra con nombre de color de pelo.
Se cogió fuerte a la cuerda y cual ave fénix renació.
Un día abrió la puerta del estudio y no lo dudó. Querría tatuarme "Sourire" por favor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario