Era lunes y no tocaba, y eso me molestó. Anunciaban la película de las cuatro cuando oí ese papá, soy yo, casi como un susurro. El ascensor se había vuelto a estropear y ella llegaba sin aliento. Poco me importaba si el ascensor funcionaba si nunca salía los lunes. Sólo martes y jueves, y por obligación, voy a casa de mi otra hija y se me hace cuesta arriba tener que soportar una comida llena de gritos y móviles emitiendo cancioncillas estúpidas para que los gemelos no den la lata. La lata la da también el maldito teléfono de mi hija que nunca para de sonar, y esa dichosa máquina que suele meterse por dentro de la blusa mientras hace el sofrito. Dice que si no se bombea leche luego se le obstruye y puede tener una infección. A mí me entran ganas de reírme y lo hago mientras los gemelos me miran a los ojos y allí no hay más que destellos de lucecitas que se han quedado en danza; proyectiles, deshechos de esos aparatitos viciosos por los cuales se pierden vidas enteras.
Hoy no toca, digo, mientras arroja una bolsa de fruta encima de la mesa. Las manzanas ruedan una tras otra en una inútil carrera hacia el vacío. Nuestras cabezas chocan bajo la mesa. Veo un rostro que empieza a envejecer tras unas suaves líneas en su mirada de niña. Papá, tienes que salir de casa, sentencia. Ha venido a sermonearme. Si yo en casa estoy divinamente; ¿para qué voy a lanzarme a un mundo que no entiendo? Pues para entenderlo, papá, para entenderlo. No quiero comprender nada, me digo para mí mientras me siento en mi sillón, donde me preparo para una tarde en el oeste. Otra vez con las películas de antes, suelta ella. Pero todavía va a soltar más, mucho más. Al padre de no sé quién le acaban de diagnosticar algo malo. Vivía solo y no se habían dado cuenta de que estaba deprimido. Ya veo, ha venido a asustarme. La salud mental es importante, añade, y sin salud mental hay riesgo de perder el norte. Perder el norte significa perder la memoria, pero no lo dice; es tabú entre viejos como yo. Y sigue hablando mientras aparecen los créditos de la película. Un buen día ya no se sabía ni poner los pantalones. Yo los llevo bien puestos, le respondo, mientras subo el volumen del televisor. ¿Ves mi camisa?, limpia y bien abrochada. Hasta me coso los botones. ¿Orientación espacial? Estupenda, cada dos días voy a casa de tu hermana siguiendo una nueva ruta. ¿Mi capacidad de resolución de problemas? Intacta; hago los deberes de matemáticas con tu hijo. ¿La casa? Ordenada, cada cosa en su sitio. Lo heredé de tu madre, que tenía la manía de tener un sitio para cada cosa. ¿Mi memoria? No me deja, ni de día ni de noche. Ojalá pudiera olvidar ciertas cosas.
Bueno papá, ¿y tu soledad? Silencio. Ésta tampoco me abandona.
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