Ese día de principios de un exaltado mayo, fue el día crucial en que los políticos anunciaron que el virus había sido por fin erradicado y las gentes se lanzaron borrachas de emoción a ocupar las calles, vitoreando por todos los países del mundo la reconquista de la encomiable libertad. Lucía, sin embargo, no salió a participar de la fiesta, sino que se conformó con maravillarse desde la ventana de su habitación junto al señor Fidel Perroverde, confinada como cada día de aquellos últimos cinco años, resignada y a ratos esperanzada desde la mañana remota en que escuchó por primera vez en la boca de un psiquiatra las palabras "esquizofrenia" y "salud mental".
Y aunque Lucía se solidarizó desde el primer instante con la felicidad de los festejantes callejeros, siendo perfectamente consciente de la trascendencia histórica que entrañaba la derrota de aquel infame virus, reflexionó después abstraída que aquello tampoco podía revestir demasiada importancia para el transcurrir de su vida. Para ella, su día más sustancial fue el día en que le diagnosticaron la enfermedad y la internaron allí. Ese fue el primer día del resto de su vida en que se le apareció su amigo más honrado, el mismo que le acompañó perseverante a través de los años amputados, invisible y ficticio para los ojos del resto: el señor Fidel Perroverde.
Blog con los relatos presentados al concurso convocado por la Plataforma “Salud Mental y Cultura”, integrada por la Unidad de Salud Mental Comunitaria del Hospital de Los Arcos-Mar Menor, las concejalías de cultura de los municipios de Los Alcázares, San Javier, San Pedro del Pinatar y Torre Pacheco, las asociaciones AFEMAR, AIKE Mar Menor y LAEC, y la Fundación entorno Slow-Proyecto Neurocultura de Torrepacheco.
domingo, 9 de mayo de 2021
Lucía y el señor Fidel Perroverde
La mañana de principios de mayo en que Lucía y el señor Fidel Perroverde se asomaron a la ventana de su habitación con los ojos vidriosos y una sonrisa en los labios, el sol enaltecía con sublime esplendor la belleza floral de los almendros de la calle Albricias. Como extasiados, se maravillaron apreciando el bullicio de niños saltando y mayores descorchando refulgentes botellas de champán, cantidades extraordinarias de gente que abarrotaba las aceras e incluso cortaba el paso de los coches por la carretera en una parranda sumamente estruendosa que se extendía hasta los confines del horizonte alcanzados por la vista. Un grupo de pequeños colegiales vestidos con un uniforme azul apagado y descoloridos zapatos blancos desatados se tomaron de las manos y formaron de pronto un chistoso corro que comenzó a dar vueltas a la sombra del más alto y majestuoso de los almendros. En una esquina de la farmacia que se localizaba en la planta baja del apaisado edificio de cuatro plantas que se alzaba justo enfrente de la ventana, una pareja de adolescentes se besó apasionadamente con un calor mayor que el corazón del volcán Kilauea. Todo aquello, en fin, constituía un acontecimiento emocionante que azuzó el despertar de su letargo de la admiración por la vida que en su juventud colmó de dicha los corazones de Lucía y del señor Fidel Perroverde. Ambos retiraron al unísono la vista del espectáculo que acontecía más allá de la ventana y se encontraron frente a frente, preciosos en el estreno de su esperanza renovada, emocionalmente desnudos y profundamente humanos, antes de fundirse en el clamor de un animoso abrazo.
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