- ¡ Juan! ¡ Juan! ¿Estás ahí? ¡Soy tu vecina!
Oía la voz desde dentro de un pozo muy profundo.
Su mirada había quedado fija en la ventana, como en una película de cine mudo en la que los vencejos surcaban el cielo del atardecer en una danza infinita. Le pesaban mucho los párpados, muchísimo, pero no tenía fuerzas para cerrarlos.
Escuchaba murmullos de voces lejanas, golpes, más golpes, pero él seguía cayendo cada vez más adentro. Sonó una sirena y se soltó de su mano entreabierta el tarro ya vacío de pastillas y los vencejos, ajenos, continuaron danzando alrededor de sus pupilas.
………….
Recordaba aquella tarde, aquel pozo, aquella luz amarillenta que empezó a cubrir todo su mundo de repente. Aquellas tardes de lluvia, monótonas, en las que las gotas de lluvia resbalaban por sus mejillas.
Aquellos días en que arreglado, con las llaves en la mano pasaba horas eternas asiendo tembloroso el pomo, luchando contra una fuerza que le impedía franquear el umbral de la puerta. Y cuando al fin lograba salir al rellano sus pies se quedaban sellados a aquellas baldosas industriales cuyo dibujo se sabía de memoria y le daban vueltas y vueltas en la cabeza.
Frustrado, volvía a su piso, deshacía sus pasos, volvía a dejar las llaves en el cuenco del mueble del recibidor y se sentaba en su sillón de un verde raído inclasificable, ni siquiera se quitaba la chaqueta, hasta que la oscuridad total lo envolvía.
Otras tantas veces en que su vecina de rellano, llamaba al timbre. Una, dos, tres veces y sin respuesta le llamaba, siempre le llamaba:
- ¡ Juan! ¡ Juan! ¿Estás ahí? ¡Soy tu vecina!
Y una fuerza interior le impedía responder. Quieto, impertérrito, sentado en su viejo sillón verde raído, en penumbra. Mirando en el televisor sin voz, una sucesión de imágenes mudas.
El tarro siempre en su mesilla, esperando, acechando, amenazando. Cada noche lo miraba, lo acariciaba, lo anhelaba, lo sopesaba para volver a dejarlo en su sitio, como en un altar.
Nadie en el viejo edificio sabía de su existencia. Apartamentos turísticos y oficinas y estudiantes. La vida estaba de paso, sin sospechar que la muerta anidaba allí.
Solo su vecina le echaba de menos de vez en cuando, solo ella percibía aquel olor húmedo de la tristeza, aquel halo amarillento que rodeaba su ausencia.
…………..
- ¡ Juan! ¡ Juan! ¿Me oyes? Apártate de la ventana ya empieza a refrescar. Pronto saldrás del hospital y podremos ir a pasear.
- Sí, sí, pero no la cierres del todo, hoy quiero escuchar a los vencejos chillar.
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