Cada tarde está ahí, en su pequeño balcón, con la mirada clavada en la avenida que discurre cerca de casa. Su avanzada edad y una castigada cadera ya no le permiten pasear, pero, tras las gafas, sus ojillos cansados son como lucecitas que se iluminan viendo el ir y venir de la gente.
Alguna vez alguien la saluda desde lejos y ella le corresponde, entre sorprendida y extrañada, con lenta efusividad. Luego pregunta "¿Quién era?". Al final, tanto la fugaz consulta como la respuesta se quedan en simple anécdota, porque ambas se le olvidan al instante.
Es en estas ocasiones, y aunque parezca un contrasentido, cuando una piensa que su salud mental es una bendición en tanto que le impide entender la triste realidad que nos rodea y le ayuda a vivir en un mundo de emociones familiares pasadas más amable.
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Por esa misma razón, al ponerse en marcha el confinamiento estricto ordenado por las autoridades, se extrañó al ver tan poca actividad por la calle y preguntó "¿Qué pasa? ¿Dónde está la gente?". Entonces, claro, aunque le confesé la cruda y compleja verdad, se mostró algo perpleja al principio, para despreocuparse rápidamente después.
Desde ese día, a cada momento, ya sea por su visión directa de la realidad como por los mensajes televisivos, volvió a la misma pregunta una y otra vez, obteniendo la misma respuesta cada vez más abreviada durante los primeros meses de tan excepcional situación.
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Pero al alargarse el estado de alarma sanitaria, por su bien, he tenido que ir alternando las posibles respuestas a su insistente pregunta. De tal modo que, en el abanico de posibles causas ante tan inusual soledad callejera, le he ido añadiendo excusas variopintas.
Ahora, excluyendo el mal tiempo, he tenido que echar mano de hipotéticos eventos colectivos: los festejos en la plaza pública, las celebraciones en otros barrios, los mercadillos en las afueras, los torneos en el polideportivo, las romerías en las pedanías, las salidas a playas o a la montaña, etcétera, como explicación plausible a la escasez de gente que atisba a ver desde su plácida atalaya visual. Porque, según sienta, he aprendido a incluir en esa lectura virtual cualquier ensueño existencial que unos seres enjaulados con ansias de libertad, como mi olvidadiza mamá y yo misma, podamos desear en estas inacabables jornadas de miedo y de ansiedad.
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