martes, 11 de mayo de 2021

La media sonrisa

    Alfred se dejó caer suavemente, apoyando su espalda sobre el banco de madera, mientras recogía la repisa de su chaqueta de pana parduzca de otra época, más allá de las modas y los convencionalismos de la "london fashion week". Nada de aquello tenía porque ser perfecto, ni el lugar ni el modo. Hay una expiación del dolor en esa monotonía forzosa con la que afrontamos nuestra indiferencia. Cuanta solemnidad absurda en un mundo que se precipita bajo nuestra indolencia, con esa frivolidad que tienen los malditos que no aspiran más que a sus propios deseos.

Nadie cuenta las hojas muertas, ni escucha el último aliento de un pájaro herido. Somos también lo que no hemos sido, lo que nadie tiene porque saber, el secreto que no se desvela con la piel de los otros. "Ya por cambiar de piel o por tenerla nos acogemos a lo oscuro, que nos viste de sombra la carne desollada". Ni en la sombra de un poeta, ni en su poesía puedo dejar de recordar a Octavio Paz, y sin embargo todo queda latente en la penumbra, en el fondo de la caverna, donde los ojos que no están se iluminan bajo una luz sin sombra.

Este hombre lánguido y vetusto había dejado atrás un planeta que ya no le pertenecía más que en las formas y dimensiones que él hacía suyos. Aquel astronauta de 93 años recorría distancias siderales en busca de un recuerdo anclado en la memoria, donde las cosas sencillas tenían el amparo de los seres invisibles que danzan antes de desaparecer.

A veces sonreía por cosas insignificantes. ¡Qué extraño se me hace recordarlo!, tenía los huesos unidos por la intemperie de dos guerras y un tatuaje de cinco cifras en su antebrazo derecho, apenas perceptible, como recuerdo imborrable del campo de prisioneros de Auschwitz-Birkenau.

Tenía cicatrizada su vida con un diagnóstico psiquiátrico cuya causa podías intuir, si sabías como yo que perdió allí a toda su familia, incluida una niña de dos años de la que apenas conservaba una pequeña foto, casi descolorida, que siempre llevaba consigo.

Saqué de mi bolsillo una bolsa de maíz. Alfred se sentía fascinado por la voracidad de aquellas palomas bravías. Merecía la pena observar su rostro ensimismado contemplando la escena. El tiempo se había lentificado con la solemnidad de un teatro lorquiano de barraca, donde la belleza olvida la tramoya y deja desnuda la mirada sin adornos, con el único y flagrante velo de realidad que da el verbo presente.

La imagen final de nuestras vidas se crea, con esa férrea voluntad que tienen los hijos de Eva de asombrarse a sí mismos.

No necesitamos demasiado para justificar nuestra existencia, quizás un hilo de esperanza, un gesto o un abrazo inesperado que resucite una certeza antigua, desprovista de maldad, que nos conforta y nos hace mejores. Alfred me honró con su amistad, con esa media sonrisa, tan profundamente benigna que me hizo sin duda, mejor persona.

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