Miré a Miriam por el retrovisor. Su piel pálida, acentuada por los meses de reclusión en el hospital psiquiátrico, no interfería en la belleza de sus dieciséis años. Ya no tenía ojeras y su gesto solo rebelaba la ilusión de su primer día lejos de esa pesadilla que nos había dejado a todos con el ánimo por los suelos. Comencé a tararear una canción. Miriam empezó a moverse como si estuviera siguiendo una coreografía. Gerardo sonreía. No deseábamos nada más.
—Es el Cementerio Alemán, ¿lo vemos?
—¡Lo vemos! —contestó Miriam, y desapareció tras la verja.
La dejamos ir como si fuera una adolescente normal, sin llamarla histéricamente para que nos esperara. Cuando la alcanzamos, estaba sentada junto a una de las tumbas. Nos acercamos fingiendo naturalidad; yo acaricié su espalda, su padre se sentó junto a ella. El débil hilo anudado a aquella feliz jornada de turismo estaba a punto de romperse, cualquier palabra equivocada podía hacer que se quebrara. Y nosotros no queríamos caer de nuevo, queríamos sujetarnos como fuera.
—Es guapo, ¿verdad? —no supe qué decir, ocupada como estaba en buscar una foto que diera sentido a sus palabras y calma a mi ansiedad. En esa cruz, junto a media docena de olivos, sólo había un nombre y dos fechas: Herbert Kucklack. 3-3-1924—22.5.1944.
—Papá, Herbert es alemán pero podemos entendernos en inglés. ¿Cómo se dice valiente?
—Brave —contestó, con la impotencia del luchador que ha decidido rendirse.
Permanecimos en silencio mientras le hablaba al soldado alemán con su correcto acento de colegio bilingüe. A veces, asentía; otras, se reía o nos traducía lo que le decía Herbert: que habían derribado su avión, o que tenía alergia al polen de los olivos.
Pasó una hora hasta que nos atrevimos a interrumpirla.
—Tenemos que irnos, cariño.
—Vale, pero dejadme dos minutos a solas con él: me quiere decir algo en privado.
Nos retiramos resignados a volver al punto de partida, a revivir los días de hospital, la angustia, las lágrimas. Miriam salió enseguida con una sonrisa que nos hizo sonreír también a nosotros. Llevaba el puño derecho cerrado con fuerza.
—Me ha dicho que le gusto. Y me ha dado esto.
Abrió la mano y nos mostró un pedazo de tela gris en el que ponía Gefreiter, era un galón de cabo de la Lufwaffe, las fuerzas aéreas alemanas de la Segunda Guerra Mundial.
No sabíamos de dónde había sacado eso, pero nos dio igual. Nos dimos cuenta de que la felicidad tiene exigencias que no son lógicas y supimos que debíamos creerla, vaciarnos de prejuicios. Ya era hora de dibujar en nuestra vida un trazo menos recto que los demás, de esos que nos hacen diferentes y nos obligan a zigzaguear.
—¿Chicas, dónde os apetece comer?, hoy tenemos mucho que celebrar —dijo Gerardo.
Giramos la mirada hacia el cementerio al oír seis estornudos seguidos que parecían venir de allí.
—Es por los olivos —nos aclaró Miriam. Y, después, contestó a su padre—: Donde quieras, tengo hambre
No hay comentarios:
Publicar un comentario