El día está despejado, hay una luz amarilla que acaricia la ventanilla y la ruta gris que se vuelve homogénea e infinita, entre el césped y un horizonte sin suelo donde posarse.
El auto llega a un jardín como el de su padre, después de pasar por una puerta grande. Su hijo le abre la puerta, alguien parece esperarla sobre sobre una escalinata, ¿la esperan a ella? Es una mujer, no logra ver más que el gris similar al de la ruta de su pollera.
-Vamos mamá- la amarran del brazo, suave pero firme sin la mera posibilidad de deshacerse de ese amarre. Ella no quiere pisar el suelo, sigue mirando la luz amarilla que alumbra.
-Vamos mamá- la amarran del brazo, suave pero firme sin la mera posibilidad de deshacerse de ese amarre. Ella no quiere pisar el suelo, sigue mirando la luz amarilla que alumbra.
Nacida en Varsovia, ella lleva en la memoria el azul del cielo y el blanco de la nieve. Azules los ojos de su madre, blanca la piel que contrasta con el oscuro del pelo que la abriga debajo del gorro de lana gruesa. Ella la mira desde el huequito de las mantas y la tela de arpillera, que cubren la carretilla que resguarda a ella y sus hermanos. Los ojos como aquel cielo que a un lado se veía turquesa como los de Helena. Cuando su mamá tomó de vuelta el barco, el fuego ardía en los árboles y casas de Polonia, sus abuelos habían quedado allí y entonces ella se fue a buscarlos. Llegar antes que los nazis era su urgencia, tantos meses atravesando el océano desafiando la fragilidad del escondite, en el sótano que era más frío pero en el que se podía prender la fogata sobre su tierra.
Había llorado tanto esa noche, cuando su padre la dejo sola y entonces ella se quedó en su jardín, recostada en su nombre tallado en la lápida, entre piedras y flores. Nadie supo de Helena hasta el día siguiente, cuando escucho el motor de Salomón cerca y un tironeo que la obligaba a erguirse y caminar otra vez hacia el abismo.
Había llorado tanto esa noche, cuando su padre la dejo sola y entonces ella se quedó en su jardín, recostada en su nombre tallado en la lápida, entre piedras y flores. Nadie supo de Helena hasta el día siguiente, cuando escucho el motor de Salomón cerca y un tironeo que la obligaba a erguirse y caminar otra vez hacia el abismo.
Volvió a perderse en esas miradas, ahora las de sus nietas. Las había sentado en la mesada mientras abría el armario chiquito y sacaba las muñequitas miniatura que había pedido que le traigan para ellas. Sacó su guitarra para regalarles algo, un pedacito de aquel cielo de patria que la habitaba. Esas nenas no tenían que ver el gris ni sentir ese frío que calaba los huesos y el alma. Sólo el moño turquesa que adornaba las clavijas mientras entonaba los villancicos que había traído de su tierra. La cinta de raso de sus ojos. No sabía ese día que era la última vez, que la sombra oscura volvería a tomarle el pecho y el llanto inagotable y llevaría de vuelta al jardín como en el que yacía su padre. Que la guitarra iría a parar a manos de una de las nietas con la mirada clara, piel blanca como la nieve bajo el pelo oscuro, que jamás olvidaría sus ojos ni su dolor ni ese manicomio de aquel último jardín.
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